A fines del siglo veinte una encuesta realizada en los Estados Unidos demostró que tanto católicos como protestantes estaban abandonando la práctica de la oración familiar. Citando razones tales como los trajines de la vida moderna y el desencanto y la desilusión, la encuesta concluyó: «Ya no se ora en los hogares tanto como antes.»
En ese mismo contexto, la encuesta dio a conocer que se prefería el concepto horizontal de la religión al concepto vertical. Había ganado terreno la preocupación social, es decir, cómo ofrecerles al prójimo, a la comunidad y a la familia los beneficios de la fe. De ahí que el evangelio debía extenderse horizontalmente, teniendo al hombre y a la sociedad como el objetivo principal de sus esfuerzos.
Quedaron en la minoría los que insistían en aferrarse al concepto vertical, es decir, los que creían que lo más importante es la comunión con Dios. Éstos preferían una relación vertical, de abajo arriba y de arriba abajo, en la que el ser humano recibe de Dios su alimento espiritual y le expresa a Él, antes que a nadie, lo que siente en el alma.
A estos dos conceptos de la religión podemos añadirles un tercero, el concepto integral. Éste se basa en la cruz, que es el símbolo perfecto de la obra de Cristo. Y la cruz se compone de dos maderos, el uno horizontal y el otro vertical. El madero vertical nos indica el camino al cielo y nos dice que debemos comunicarnos con Dios; el horizontal nos indica el camino al prójimo y nos dice que debemos preocuparnos por sus necesidades físicas, sociales y espirituales. De modo que en la cruz el concepto horizontal y el concepto vertical se funden en uno solo.
Para mantener una relación personal con Dios necesitamos cultivar a diario la oración. Si Jesucristo mismo, el Hijo de Dios, lo juzgó necesario cuando vivió en esta tierra, ¡cuánto más no lo necesitaremos nosotros! Por eso Jesús afirmó que el mandamiento más importante es: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente.»1 Pero al mismo tiempo debemos preocuparnos por los demás. El segundo mandamiento en importancia —continuó Cristo— es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».2 Lo cierto es que nuestro prójimo en todo el mundo necesita escuchar la buena noticia de Jesucristo.
Esa noticia se resume así: Cristo nos ama a todos. Como muestra de ese amor, dio su vida por nosotros en la cruz. Poco antes de morir en esa cruz, Cristo elevó una oración al Padre celestial en la que intercede por todos nosotros. Ruega por que sigamos su ejemplo no sólo al cultivar una estrecha relación vertical con el Padre, sino también al desarrollar una amplia relación horizontal con el prójimo. Y lo hace porque sabe que no hay nada en este mundo más deseable que seguir ese ejemplo integral que nos dejara al morir en la cruz, símbolo de lo ancho y de lo profundo que es su amor.
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