Los libros que aconsejan sobre la oración insisten en la confesión. Hay quienes llegan pronto a humillarse a sí mismos, sintiendo lo que un autor llamó «el deseo de poner mi personalidad a los pies de alguien, como un cachorrito deposita una pelota llena de baba». He conocido a personas como Marcos, que anhelan el bálsamo sanador de la gracia. Les hablo con deleite sobre las tiernas misericordias de Jesús, que no rechazaba a nadie; que abrazaba al hambriento, al sediento y al que sufre… en otras palabras, a los desesperados.
Para otros, y yo soy el primero de la fila, es un doloroso proceso el hecho de ser despojados de la ilusión, de permitir que la resplandeciente luz de la verdad de Dios nos revele quiénes somos en realidad. ¿Qué hace que la con- fesión sea tan necesaria?
Para tener una perspectiva, recuerdo lo que veía desde la cresta de la montaña cuando miraba hacia abajo y veía aquellas diminutas manchas tan distantes, y mucho más lo que sería ver el planeta Tierra desde el otro lado de Andrómeda. Empiezo con la confesión, no para sentirme desdichado, sino más bien para traer a la mente una realidad que a menudo paso por alto. Cuando reconozco dónde me encuentro con respecto a un Dios perfecto,esto restaura para mí el verdadero estado del universo. Sencillamente, la con- fesión establece las reglas básicas adecuadas de las criaturas con respecto a su Creador. El conocido pastor Haddon Robinson empieza casi todos sus sermo- nes con esta misma confesión muy breve: «Dios mío, si estas personas supieran de mí lo que tú sabes, no escucharían ni una sola palabra de lo que digo».
Además de ser buena teología, la confesión es buena sicología.* Al fin y al cabo, la oración es la moneda usada en una buena relación personal. Como muchos otros esposos, tuve que aprender en mi matrimonio que los problemas reprimidos no desaparecen. Lo que sucede es lo opuesto. Traía a colación una ofensa o algún malentendido de poca importancia que se produjo varias sema- nas o varios meses atrás, solo para descubrir que ya no era poco importante. En las relaciones personales, como en el cuerpo físico, una espina que se halla cerca de la piel puede salir por sí misma; en cambio, una infección interna enterrada profundamente y sin atención amenaza la salud e incluso la vida.
Cuando Jesús logró penetrar a través del caparazón de los fariseos, que estaban entre las personas más religiosas de sus tiempos, ellos quisieron des- hacerse de él. La verdad duele. Sin embargo, no puedo recibir sanidad a menos que acepte el diagnóstico de Dios, según el cual estoy herido. Dios siempre sabe quiénes somos; nosotros somos los que debemos hallar la manera de vér- noslas con nuestro propio yo. El Salmo 139 clama: «Examíname, oh Dios… Fíjate si voy por mal camino». Para dejar de engañarme a mí mismo, necesito la ayuda del Dios que todo lo sabe, con el fin de sacar a la luz transgresiones ocultas como el egoísmo, el orgullo, el engaño o la falta de compasión.
Siempre que me deprimo por mi falta de progreso espiritual, me percato de que mi mismo desaliento es una señal de progreso. Percibo el creciente alejamiento de Dios, principalmente porque tengo una idea más clara de lo que él desea, y de lo lejos que estoy de alcanzarlo. Por eso le pude responder a Marcos con unas palabras de esperanza. Como el alcohólico en recuperación, debido a su debilidad y a su falta casi total de esperanza, él había llegado a tropezones a un estado más accesible a la gracia y la sanidad de Dios. No necesitaba atravesar las dolorosas etapas que se necesitan para humillarse a sí mismo, porque las circunstancias de su vida ya lo habían logrado.
Walter Wangerin hijo habla de una ocasión, a principios de su matrimo- nio, en la que había ofendido en algo a su esposa Thanne. Aunque él estaba estudiando en el seminario con la esperanza de llegar a ser pastor, siempre había evitado orar en voz alta con ella. La oración le parecía un acto demasiado íntimo; demasiado personal. Esta vez, una oleada de culpa barrió con su timidez, y aceptó hacerlo. Se quedaron acostados por un tiempo el uno al lado del otro en la cama, cada uno esperando que el otro empezara. Walt empezó con una oración con el estilo formal de los himnos; algo parecido a lo que había aprendido en el seminario. Después de un instante de silencio oyó la voz sencilla y clara de Thanne hablando de forma humilde, conversando con Dios acerca de él, de su esposo. Al escucharla, se echó a llorar. Su culpa se disolvió, y aprendió que la humillación no era un fin en sí misma, sino un paso necesario para la sanidad.
Jesús les advirtió a sus discípulos que no oraran como los hipócritas, a los que les encanta hacer alarde en público; ellos debían entrar en su cuarto y orar a puertas cerradas al Padre, que es el único que ve lo que se hace en secreto. Sus instrucciones han sido un enigma para algunos comentaristas, que hacen la observación de que las casas eran de una sola habitación en los tiempos de Jesús, tal vez incluso la suya propia, y no tenían cuartos personales. Jesús debe haber estado usando una figura retórica para sugerir que construyamos un cuarto imaginario; un santuario del alma que favorezca una franqueza total ante Dios.
Aunque no necesito hallar un recinto literal, de alguna manera debo asegurarme de que mis oraciones me brotan del corazón y no son un simple espectáculo. Eso sucede con mayor facilidad en un cuarto cerrado, pero también puede suceder en una iglesia llena de personas, o mientras estamos sentados con nuestro padre anciano en un asilo, o acostados junto a nuestro cónyuge en la cama.
Extracto del libro La Oración ¿hace alguna diferencia? de Phillip Yancey (978-0-8297-4056-1) ©2011 por Editorial Vida. Usado con permiso de Editorial Vida.