¿TODO ES GRACIA?
En mi andar por los caminos del Nuevo Testamento, he tropezado con algunas expresiones que alguna vez me parecieron contradictorias. Me propongo analizar hoy con vos algunas que se refieren a una idea debatida en la Iglesia. Por un lado, Pablo me enseñó que «Todo depende, no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia de Dios», (Ro 9,16), y aun, que: «Es Dios quien, por su benevolencia, realiza en nosotros el querer y el obrar» (Fil 2,13). Esto me explica por qué tan frecuentemente se afirma que “todo es gracia”. O, para entenderlo más fácil, “todo nos llega de regalo”
Y en este punto cabría preguntarse: si todo nos viene de regalo, entonces, ¿de qué vale que me esfuerce por ser mejor? ¿En mi desarrollo espiritual dará lo mismo que me ocupe de conocer y acercarme a Cristo o me “duerma en los laureles”? Porque si es sólo Dios el que obra en mi interior, yo ¿qué tengo que ver en mi crecimiento o mi estancamiento? Parecería significar que no tengo en ello responsabilidad: ni mérito ni culpa.
Sin embargo, quiero confrontar estas ideas, con algunas de las múltiples exhortaciones del mismo apóstol a «vivir como hijos de la luz», « crucificar las pasiones», «correr hacia la meta, para alcanzar el premio…» o «Saber discernir lo que agrada al Señor». Y aún con otras del propio Jesús, que nos dice: «Sean misericordiosos…no juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará…La medida con que midan se usará para ustedes.» (Lc 6,37) y más claramente aún: «Esfuércense por entrar (al reino de Dios) por la puerta estrecha» (Lc 13, 24) ¿Por qué nos mandaría Él vivir según conductas cuyo cumplimiento no dependiera de nosotros, sino únicamente de la voluntad de Dios? ¿Por qué nos pediría respuestas que bien sabe que va a darnos Él, “envueltas para regalo y listas para usar”, sin siquiera consultarnos?
En la “parábola de los talentos” (Mt 25, 14-30), ¿podría el señor decir del servidor perezoso: «Échenlo afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil» si también su actitud; su respuesta, hubiera dependido exclusivamente de la gracia; del don de Dios? ¿No sería injusto esto?
Dice Jesús que «habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia» (L c 15, 7). Y cabe preguntarse: ¿Por qué habría de alegrarse el cielo por algo que Dios, por su cuenta, obra en el hombre pecador, sin contar siquiera con su libre y voluntaria participación?
A esta altura de la reflexión, queda planteado el dilema: ¿todo es gratuito, todo es don, regalo de Dios?, ¿o todo es esfuerzo, voluntarismo y lucha? A esta altura de la reflexión, creo que es momento de discernir si se debe escoger una de las dos posiciones, o bien intentar una síntesis entre ambos conceptos aparentemente contrapuestos.
Está claro que siempre es Dios quien sale en busca del pecador, quien da el primer paso. «Él nos amó primero» nos dice Juan (1 Jn 4, 10) Y Él es quien generosamente y de corazón, perdona y da el primer paso. Dios siempre nos gana de mano.
Veamos sino el caso de la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y detengámonos un momento en la actitud de éste: su regreso a casa se inicia, obviamente, por conveniencia («¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí, muriéndome de hambre»). Y vuelve a casa, como un cachorro “con la cola entre las patas”.
Y aquí la actitud del padre, que solamente obra movido por el amor: «viéndolo desde lejos, corrió conmovido a su encuentro, se le echó al cuello y lo besó efusivamente». Él nos amó primero.
A pesar de que su vuelta obedecía a razones egoístas o de conveniencia, sin dudas se produciría en el sujeto una moción interior cuando el Padre, sin siquiera prestar atención a sus pedidos de perdón, seguramente condicionados por el interés o el temor al rechazo, lo levanta amorosamente y lo hace entrar en la casa donde manda celebrar con júbilo su retorno. Éste será sin dudas el punto de inflexión en el que el hijo descubre, en verdad, la dimensión del amor de aquel hombre, y vuelve el rostro iluminado por ese amor hacia su padre bueno. Es lo que llamamos “la conversión”. Está claro que no es espontánea, sino impulsada; contagiada por el amor del padre.
Es indudable que la gracia sacude el corazón del hombre y lo hace vibrar. Dios tiene poder para golpear, y golpea. Pero la conversión es un giro “copernicano”; rotundo en la actitud, y, aunque siempre “primereada”; solicitada por la acción de Dios, se produce sin embargo a partir de la libre decisión del sujeto. Porque nunca excluye la libertad del hombre, y por lo tanto, necesita de su colaboración.
¿Por qué nos habría creado libres si nada dependiese de nosotros? San Agustín nos dice: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».
Gracias no son sólo las virtudes que puede Dios infundir en el alma de sus hijos; aquellas que se pueden descubrir desde afuera del sujeto: nobleza, amabilidad, solidaridad, piedad, etc. Gracia es también el soplo del Espíritu que me invita a poner en práctica esas virtudes; a vivirlas. Me impulsa a la conversión inspirándome y animándome a arrojarme en los brazos de mi Salvador. Gracia es también la inteligencia que me muestra las bondades de la senda que el Espíritu me propone; gracia es la voluntad que me permite esforzarme para recorrerla, y gracia es el deseo y la posibilidad de encontrarme con Dios en la oración y pedir su ayuda en los tramos difíciles. Nuestros sentimientos de misericordia y todas nuestras capacidades son gracias; dones que el Creador nos ha confiado para que podamos discernir y responder a su llamado. Y gracia también, te reitero —y quizás muy especialmente— es la libertad, que le da valor y dignidad a todo lo que hago durante la marcha, ya que me permite optar por dejarme conducir y salvar por Dios en Jesucristo, o por mi propio interés egoísta que, fuera de toda duda, no me salvará. Al menos no de mi miseria y pecados y tampoco de mis múltiples miedos.
No tengo dudas de que todos esos movimientos del alma y los afectos que se agitan, están provocados por Dios, que, como te decía arriba, «nos amó primero, y envió a su Hijo» en misión de rescate. Y sin embargo, Él; el Todopoderoso, no nos exige reciprocidad ni nos fuerza. Nos sugiere, y espera con paciencia; humildemente. No obra en nosotros sin nuestro consentimiento. Honra la libertad que depositó en sus hijos. “Salvarte”, en definitiva significa asumirte al fin en la propia Persona de Cristo, y con Él, en la naturaleza divina, que has de compartir por toda la eternidad. ¿Cómo no te haría Él partícipe activo y voluntario de esta divinización con que ha de coronarte?
El Padre te soñó y te hizo su creación más amada para que pudieras alcanzar al fin la altura a la que estabas destinado, a su lado; en Él. Reafirmó luego su paternidad injertándote en Cristo, su Unigénito, por la fe y el bautismo. Y te colmó de regalos. ¿Por qué invalidaría Él tantos dones que te ha concedido, al privarte de la posibilidad de usarlos libremente? Los afectos, dictándotelos. La inteligencia, evaluando y eligiendo los caminos por vos. La voluntad, haciendo por vos el esfuerzo de andarlos. Decidiendo por vos, como si siempre fueras un niño pequeño.
Tengo para mí que lo que el Espíritu quiere que entienda, es que, si bien Dios me propone toda clase de gracias que sólo Él puede darme, respetando mi libertad espera una señal; un gesto de buena voluntad de mi parte para proporcionarme los bienes que me ofrece. Por valiosos que sean, no son imposiciones. Son regalos. Agustín dice: «Dame lo que me pedís, y pedime lo que quieras». ¡A buen entendedor!... Dame la fuerza para hacerlo, y entonces pedime lo que quieras. Y contá con mi voluntad. Y San Ignacio acuñó una receta, a mi juicio magistral:“Obrar como si todo dependiera de mí, pero confiar como si todo dependiera de Dios”.
En el libro del Apocalipsis, Juan pone en boca de Jesús una advertencia. Ella, a la vez que esperanzadora, pone en nuestras manos una responsabilidad enorme: «Miren que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (3, 20). “Si alguno escucha mi voz y me abre…” Como ves, una vez más nos encontramos con la libertad; con aquello de que “el corazón tiene el cerrojo por dentro”. Y Dios lo respeta.
Golpear, golpea… Tener el oído atento y la mano presta, corre por mi cuenta.
nfb