SER CRISTIANO
«El que crea estar en pie, cuide de no caer».
(1ª Cor 10,12)
Creo que en verdad, aquellos que nos decimos cristianos, tan sólo estamos en camino de serlo. Siempre, hasta el final. En cada recodo del camino quizás me aceche un peligro: un salteador, un abismo, un obstáculo difícil de salvar, que puede dar por tierra con mi determinación y mi fe. San Ignacio de Antioquía, (Obispo y Mártir del siglo II) —que había sido condenado a muerte por ser cristiano— camino de Roma, adonde lo llevaban a morir devorado por las fieras para diversión del pueblo romano y su emperador Trajano, y para la gloria de Dios, escribió a su comunidad que recién cuando alcanzara el martirio, llegaría al fin a ser verdadero discípulo de Cristo.
La vida ha sido para mí una larga lucha contra mis debilidades y mi pobreza. Entre otras causas por mi escasa habilidad para manejar los asuntos materiales, lo cual me acarreó siempre la situación de andar por el borde de la cornisa en lo económico, con la consiguiente inquietud por mantener a mi familia dignamente. He pasado períodos muy difíciles y muchas veces, sintiendo que nos hundíamos, mi esposa y yo hemos tenido que agarrarnos con fuerza de la mano de Cristo, como Pedro en el lago. Y hasta ahora, ya de viejo, sigo transitando veredas a veces agrestes y empinadas. Por eso te puedo dar fe de las palabras del Apóstol Pablo que cito en el epígrafe. ¡Qué difícil es mantenerse en pie y conservar la fe en medio de las tormentas! Cuando la angustia te agobia y amenaza con asfixiarte, y la esperanza tan celosamente atesorada, parece a punto de esfumarse porque el dolor del mundo se empeña en apagar los rescoldos. Cuando la maldad parece haber triunfado definitivamente en el mundo. Cuando ves derrumbarse a tu alrededor todas las garantías meramente humanas.
Por eso estoy convencido de que lo propio del camino es la incertidumbre, el riesgo y la propia fragilidad. Afirmar lo contrario es temerario; pura vanidad y jactancia. La única certeza es Cristo, que nos dice: «No teman, yo he vencido al mundo» (Jn l6,33). Por gracia recibí la fe, y la conservo hasta hoy por un regalo extraordinario del Cielo, porque si hubiese dependido de mi fuerza de voluntad y perseverancia, o quizás de la lógica de mi razón, también se hubiera desmoronado. Como te decía en mi reflexión anterior, se ha dicho que todo es gracia: todo lo bueno, todo lo noble, lo que vale. Por eso la súplica; por eso la gratitud, por eso la esperanza.
En su precioso Cántico Espiritual, San Juan de la Cruz nos dice que «Sin su gracia no se puede merecer su gracia». Y nos explica que la gracia que Dios nos da, en tanto es correspondida con la aceptación y el movimiento de nuestra voluntad, merece, de parte de Dios nuevas gracias. Creo que esto podría exponerse en un lenguaje sin duda menos poético pero más actual y comprensible para el hombre contemporáneo, de la manera siguiente: por la gracia aceptada y atesorada, el alma se vuelve más amable y más amada por Dios. Atento a ello, Éste le obsequia nuevas gracias. Y así se repetiría este ciclo en un círculo virtuoso de manera ininterrumpida. O dicho de otro modo: Él nos enriquece con su gracia para poder amarnos más, y a más amor más gracias da. Esto explicaría el crecimiento de los santos, algunos hasta alcanzar un estado de identificación con Cristo que escapa a toda imaginación, muy lejos de las posibilidades de la sola naturaleza humana.
Decirse cristiano, proclamarse cristiano, es vivir una dinámica del corazón que debería aproximarnos al amor de Dios, más o menos lentamente, y en algunos casos excepcionales, sumamente rápido. Y esto depende de la gracia, pero también, como te decía, de la generosidad de mi apertura. Pero ya sabemos que nuestro corazón es una veleta que gira con el viento cálido de las pasiones y las frías ráfagas del desamor. No hay en él nada estable y sólido si la gracia y mi apertura no convergen para retenerlo firmemente anclado en Cristo. (De propósito excluyo de esta idea los vientos gélidos del odio, porque quien los acoja, se aparta sideralmente de los sentimientos de Cristo).
Andar es riesgo. Vivir es riesgo. Cada parada del camino, cada lugar al que se arriba, es un nuevo punto de partida. Por eso sé que la advertencia de Pablo no es vana. Aunque también sé que a veces las caídas sirven para despertarnos de nuestros sueños de autosuficiencia, y así Dios se vale hasta de lo peor que tenemos —nuestros pecados— para movernos a la humildad. Cuanto más seguro está uno de sí, más grande es el riesgo, porque suele acometernos la tentación de poner la confianza en las propias fuerzas, en vez de depositarla en Dios.
Andar con decisión, sí, pero con humildad y vergüenza, porque conozco mis debilidades, sabiendo que cada día; cada paso, es un nuevo comenzar a andar hacia el Corazón de Cristo, como si fuera el primero de mi conversión, sabiendo ahora, sin embargo, que es Él mismo quién habrá de alcanzarnos al final. Y sólo su gracia me sostendrá en el camino.
Lo nuestro es «estar preparados y ceñidos, y con la lámpara encendida» (Lc 12,35).
nfb