A instancias de nuestro buen amigo Héctor Spaccarotella, y la querida hermana Araceli, continúo relatándoles —¡a grandes rasgos, no se alarmen!— algunos hitos que me han sido trascendentes en mi camino en busca de Dios, aunque en verdad, hoy sé que era Él quien me buscaba a mí.
Algunos amigos (Héctor entre otros) me han preguntado qué fue lo que me llevó a ingresar primero en la orden franciscana, en la que estuve apenas un año por las razones que les conté antes. Pues bien, en verdad, recién bautizado, o quizás aún antes (mi memoria flaquea en los detalles a más de seis décadas de aquello) tuve la bendición de descubrir una “puesta en obra” del Evangelio, que me deslumbró y todavía lo sigue haciendo: ella fue conocer bastante a fondo la vida del “Poverello”, San Francisco de Asís. A él lo considero uno de los hombres más cercanos y parecidos al Señor. Creo que fue él quien me llevó definitivamente, “atado a la cuerda de su cintura”, hasta los pies sangrantes de Jesús crucificado. Bucear en su vida y conocerlo, me hizo también contagiarme de su amor por la Virgen Madre, María. Desde entonces, Francisco ha sido en mi vida una referencia permanente, y leer su modo de seguir al Señor, un consuelo y apoyo en los momentos de desierto y aridez, que no han sido pocos.
Volviendo al relato: ya en el seminario, hacia finales del segundo año, fuimos considerados aptos para vestir la sotana, que en aquellos tiempos era la única vestidura permitida, tanto para los sacerdotes como para los seminaristas del clero diocesano (no pertenecientes a órdenes religiosas). Y luego de unas vacaciones volvimos al seminario. La sorpresa del día del reingreso fue que mi compañero Jorge Bergoglio no estaba con nosotros. El padre superior nos dijo que había sido aceptado en el noviciado jesuita. Su itinerario posterior es conocido por todos.
Mis estudios de filosofía habían comenzado con buen viento, al menos en lo intelectual, sin embargo, luego de un tiempo, mi corazón empezó a dar señales de desencanto. No con la fe, que ya para ese entonces había anclado fuertemente en mi alma, sino con la forma de vida que había escogido. La soledad se dejaba sentir cada vez con más fuerza, y la idea de formar una familia me asaltaba más y más firmemente. Primero la rechacé como una tentación, pero luego, poco a poco, comenzó a instalarse fuertemente en mi cerebro.
Ya había pasado el tiempo de “hacer la plancha” mecido plácidamente sobre un dulce mar ondulante. Llegaba la hora de luchar contra fieras tempestades de arduo desaliento que parecieron interminables. Habiendo conversado largamente del asunto con un santo sacerdote que por ese entonces ejercía dirección espiritual, tras largas horas de oración decidí abandonar el seminario y recomenzar mi vida laical. Lo hice con enorme desconsuelo, porque sentía que había defraudado las expectativas del Señor.
Durante largos años esa sensación habría de ser un reproche frecuente que golpearía mi corazón. Sin embargo, aquellas experiencias habían impreso indeleblemente en mí, un gusto por la oración, la liturgia y la Palabra de Dios, que iba a mantenerse —por cierto con altibajos— hasta mi vejez, y espero llegar así hasta el final de mis días. Los años siguientes, hasta hoy, los iba a vivir profundamente signado por las vivencias de aquel tiempo.
Lo cierto es que había llegado el momento de enterrar los primeros desencantos y reiniciar el camino. Pero ya la callada semilla había hecho al fin eclosión y mostraba aspiraciones de cielo. Las raíces estaban intactas, preservadas por un experto Jardinero, y lo que había comenzado a emerger tímidamente, como una pequeña brizna verde, crecía con lentitud.
Sin embargo, y a pesar de aquellas riquísimas experiencias, durante mucho tiempo saboree el Cuerpo de Cristo en mi boca y su Palabra en mi mente, pero lejos estaba de poner mi corazón confiadamente en sus manos. Podría decir, sin temor a exagerar, que le llevó cuarenta años de dura tarea al Espíritu Santo hacer que aquel árbol, sembrado a los diez y siete, regado con el agua del bautismo y fertilizado por la Palabra, comenzara a producir algo más que unos pocos frutos que, en verdad, nunca llegarían a ser demasiado abundantes.
Queridos amigos: no quiero abusar de vuestra atención. En otro momento seguiré con mi relato. Bendiciones a todos.