ATESORANDO RECUERDOS (3)
Los primeros tiempos de mi vuelta “al siglo”, como se llamaba a la vida laical en la jerga religiosa de aquella época, estuvieron entre los días más duros y tristes de mi vida. La readaptación no fue fácil, pero la más dura lucha fue con mis escrúpulos de conciencia, que me arrojaban a la cara frecuentemente y con desprecio, aquella expresión de Jesús: «Quien pone la mano en el arado, y vuelve la vista atrás, no sirve para el Reino de Dios»(Lc 9,61). Yo me sentía propiamente como quien ha vuelto la vista atrás y abandonado el arado en medio del surco. Y una y otra vez volvían a mi memoria estas palabras del Señor, que pensaba que hubiera debido oír antes como advertencia: «¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar, y todos se rían de él, diciendo: “Éste comenzó a edificar y no pudo terminar”»(Lc 14, 28-30). Y muy especialmente me pesaba el final del párrafo que advierte: «Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»(Mt 14, 33). Pero tengo que decir que esos dolores no sólo fueron provocados por escrúpulos de conciencia. También me producía una enorme tristeza haber renunciado al ideal del sacerdocio, que se había encaramado a mi corazón y llegara a serme tan amado.
Aunque poco tardé en ponerme de novio con una hermosa muchacha conocida desde la infancia, sólo muy paulatinamente la angustia fue perdiendo intensidad, y durante muchos años conservé, semioculta entre las telas de mi corazón la sensación de haber traicionado, por cobardía, la vocación que creía que Dios me había ofrecido.
Recordando aquellas vivencias, no sin dolor, y en versos que quizás llevaban implícito un velado reproche al Señor por no haberme dotado de la necesaria fuerza de voluntad para llevar a cabo aquello hasta el fin, alguna vez pude escribir lo siguiente:
De ti recuerdo tu cariño juvenil,
el amor de tu noviazgo;
aquel seguirme por el desierto,
por la tierra no sembrada.» (Jr 2,2)
PROMESA
Un día hermoso de primavera
mi amigo me invitó al desierto.
Con sólo una mirada cómplice
me ofreció su compañía.
Yo lo amaba y creí enloquecer de gozo.
Las entrañas se me escurrían por los huecos tibios.
Mi corazón comenzó a girar y hacer cabriolas en el pecho.
Apremiado por febriles ansias
abandoné amigos, familia, mi huerto…
Me dejé conducir como un ciego,
sin prevención ni reservas;
sin especulaciones.
El calor de su mano me infundía
confianza y entusiasmo;
era promesa de goces más altos.
El recuerdo de esos días
hace revivir mi exaltación de entonces
y calienta mis fríos huesos.
Sin embargo…
no bien llegamos a lo más árido de aquel páramo
mi amigo me dejó; ¡no logré retenerlo!
Quedé solo y a merced de mis fantasmas
entre las rocas tan yermas y desoladas como mi alma,
¡y tan desnudas!
Lo llamé con angustia,
lo busqué con empeño.
Me deslicé en cada hueco
tropezando y golpeando mi rostro y mis manos;
ante cada roca repetí su nombre.
Tan sólo el desierto devolvió mi grito
y recogió mi llanto…
Volví a casa arrastrando mi ilusión hecha jirones.
En un rincón del pecho aleteaba un pájaro en agonía.
Tomé la azada y me incliné sobre el surco.
Ahora sólo queda el rastrojo.
La cosecha ya ha sido levantada,
pero sigo sintiendo en mi mano el calor de la suya
y mis ojos, entre nieblas,
aún vislumbran su mirada mensajera de promesas.
Cada tanto vuelvo la cabeza.
Todavía confío en que vendrá a buscarme.
Ya el invierno está llegando…
Sé que Él un día vendrá.
**************************************