Hay ideas que alguna vez llegaron a nuestra mente y allí quedaron guardadas durante muchos años sin siquiera pesar en los comportamientos; sin gravitar en nuestra vida. Pero de pronto un rayo de luz —que sin dudas llega de lo alto— las ilumina, cobran color y una nueva dimensión, y llegan a ejercer tal influjo que, a veces, pueden hacernos rectificar radicalmente el rumbo de nuestro andar. Otras, en cambio, desconocidas por completo hasta hoy, entran sin previo aviso y se instalan en el corazón sin paradas intermedias, sin hacer escala en la razón. Estas pueden producir en nuestra vida el mismo efecto que las anteriores o aún más y, en ocasiones, también en la vida de quienes nos rodean.
Tal el caso particular de las ideas que nos trasmiten los evangelios, y por extensión, las Sagradas Escrituras en general. Sabemos que la Biblia fue inspirada a sus autores materiales —los que empuñaron la pluma—, por el Espíritu Santo de Dios para que llegara al corazón de todos los hombres, pero es igualmente cierto que la Biblia es letra muerta si no tiene delante un ser humano sensible, de corazón abierto, y bien dispuesto para recibir su mensaje. Sin embargo es necesario no perder de vista que el mismo Espíritu Santo que lo inspiró, es quien puede biendisponer el corazón del receptor. Esto lo hace a su tiempo —tiempo que sólo Dios conoce y determina— pero siempre con la condición de que se le deje obrar. Esto puede leerse así: “cuando Él quiere, y yo se lo permito”. Claro está que Dios podría vencer cualquier obstáculo que le ofreciéramos, e instalar en nosotros la verdad “manu militari”, pero Él nos creó con libertad y es el primero en respetarla. Supongo que por eso he conocido gente que se jactaba de haber leído minuciosamente la Biblia entera, y sólo había encontrado en ella una serie de acontecimientos que no habían influido ni una pizca en su vida. Sus libros les habían pasado por delante de los ojos como episodios de una novela histórica o de ficción. Sin embargo, al hombre de buena voluntad, puede aplicarse la sentencia de la Propia Escritura que dice que «quien medita la Ley de día y de noche, produce fruto a su debido tiempo» (cf So 1, 1-2).
Esto me confirma lo que tantas veces se ha dicho: que el corazón se abre desde adentro, bien que respondiendo al llamado de Dios. «He aquí que estoy a la puerta y llamo, -dice el Señor Jesús- si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc. 3,20). “Si alguno oye mi voz y me abre”. «La verdad divina –nos dice Romano Guardini- renunciando a su infinita luminosidad, ha querido envolverse de oscuridad para que el hombre pueda afirmarse a sí mismo ante ella y rechazarla...». En esto consiste la libertad que nos ha dado el Creador: en que somos nosotros, en definitiva, los dueños de la decisión de abrirle las puertas a Él, a sus ideas e inspiraciones, o de cerrarlas con candado y tranca. A mí no cesa de asombrarme la humildad de un Dios todopoderoso que PIDE que le abramos el corazón. Es porque en esa libertad reside nuestra dignidad. Nos ha pensado sus hijos y herederos, no sus siervos o esclavos. Y si siervos, sólo por amor; por propia voluntad. Depende de nosotros aceptar esa condición.
Pero Dios no nos habla solamente en las Escrituras, sino también de muchos otros modos: a través de la naturaleza, de los hombres y mujeres que nos rodean, y aun de múltiples circunstancias de nuestra vida. Creo que a todas ellas se refiere Jesús cuando habla de «los signos de los tiempos» (cf Mt.16,3). Se nos revela de un modo particular en la oración, y en muchos casos especialmente a través del dolor: de la cruz que nos toca cargar o tal vez ayudar a llevar.
A las ideas que nacen de tales experiencias de vida, y a aquellas que, como en mi caso, tienen su origen en la inveterada costumbre de observar y analizar los hechos y las cosas, y preguntarse por su significado profundo, también se pueden aplicar parecidas consideraciones. Los hechos ocurren y dejan su huella. A veces se los interpreta en clave de Dios en el mismo momento en que suceden. Otras, sólo mucho después. Pero cuanto más pronto nuestro corazón esté dispuesto a abrirse, antes daremos lugar al Espíritu para que nos ilumine la vida con su Luz.
Luego de que el Señor se me revelara y yo le aceptara su propuesta, con demasiada frecuencia le cerré las puertas de mi corazón a sus inspiraciones, y otras tantas veces se las volví a abrir con vergüenza y con dolor. Desde entonces han pasado largas décadas en las que bebí en muchas copas, experiencias dulces y amargas. Los períodos en que mi corazón le abre sus puertas a Dios, son ahora cada vez más largos y frecuentes —quizás sea porque veo frente a mí acercarse el tiempo de llegar a su Presencia— y Él aprovecha esos períodos para enseñarme “cosas”; comunicarme sus “noticias”.
Algunas sin duda había intentado contármelas antes, pero por mi obstinada cerrazón, eran como «palabras en un libro sellado» (Is 29, 11), que permanecieron aletargadas o dormidas en el umbral de mi conciencia. Puedo admitir sin embargo que otras quizás tardaron en llegar a mi corazón, no por falta de disposición para aceptarlas, sino simplemente porque Dios, en su infinita sabiduría, es quien calienta la tierra y envía la lluvia para que la semilla haga eclosión en el momento oportuno.
Muchas veces las sugerencias del Espíritu quedaron allí por largos años, guardadas en el arcón de los recuerdos, pero cuando el Espíritu encontró libre el paso y decidió que era llegado el momento, las impulsó al interior del corazón. Allí, donde anidan todos los sueños, las intenciones, los propósitos y los ideales. Allí donde tienen su raíz los ojos del alma. Entonces, «desde la tiniebla y la oscuridad los ojos del ciego la vieron», parafraseando al Profeta. (Cf. Is 29,18).
En el momento en que alguna de estas revelaciones penetra en mi interior, se enciende en mi alma como una estrella nueva y resplandeciente en el firmamento, y ayuda a hacer más claro el sendero por el que voy andando. Entonces es cuando me digo, golpeándome la frente: ¿Pero, tonto de mí, cómo no lo entendí antes…?