¿Cómo podemos diferenciar entre un verdadero cristiano y alguien que está engañado?
Tanto los cristianos como los no cristianos pecan todos los días. Ambos luchan con romper los malos hábitos y superar los patrones de debilidad y fracaso. Y no puedo decir que los cristianos sean las mejores personas del mundo en términos de pecados totales cometidos. Podríamos considerar un día cualquiera en la vida de un no cristiano, y es posible que viésemos menos egoísmo, menos ira, menos mezquindad y menos orgullo de lo que veríamos ese mismo día en la vida de un cristiano. Entonces, ¿cómo podemos diferenciar entre un verdadero cristiano y alguien que dice ser cristiano pero que está engañado?
Para responder a esto, echemos un vistazo a una de las parábolas de Jesús:
“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mipadre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:11-24).
Esta parábola es particularmente útil para nosotros cuando pensamos en cómo un cristiano responde al pecado. Este joven era un pecador. Insultó a su padre, derrochó su herencia viviendo perdidamente, y cayó a lo más bajo. Esa es la situación en la que muchos cristianos se han encontrado. Pero tres cosas caracterizan la respuesta del hijo pródigo a su pecado, y son las que deben caracterizar la respuesta de cualquiera que sea un verdadero creyente.
Repugnancia
El cambio del hijo comenzó cuando vio la realidad de su pecado con claridad. Se dio cuenta de lo tonto que había sido, de lo ofensivo de su comportamiento y actitudes, y cuán repulsivos eran los placeres del pecado en comparación con las alegrías de la casa de su padre. En las palabras de Jesús, volvió en sí.
Puesto que un cristiano está muerto al pecado y vivo para Cristo, cuando peca, se da cuenta de que algo no encaja. No puede sentirse cómodo viviendo en el pecado. Aunque el pecado puede proporcionarle un momento de placer y disfrute, después se encuentra plagado de sentimientos de arrepentimiento, decepción y vergüenza. Si un verdadero seguidor de Jesús se enreda en el pecado, al final tendrá un momento —como el que tuvo el hijo pródigo en la pocilga — en el que llegará a odiar su pecado. El cristiano no crece indefinidamente en amor por el pecado, sino que lo odia a medida que pasa el tiempo.
Arrepentimiento
Cuando el hijo volvió en sí, dejó su insensatez y regresó a casa. ¡Qué imagen tan maravillosa de arrepentimiento! El arrepentimiento genuino es más que sentirse mal o admitir que estábamos equivocados. Incluso, es más que confesar nuestra culpa. Se trata de darle la espalda al pecado y volvernos a Jesús en fe con la determinación de obedecerle. Los cristianos debemos renunciar y condenar nuestros comportamientos pecaminosos y comprometemos a obedecer a Jesús de todo corazón.
Reprensión
Ningún cristiano verdadero puede terminar prosperando en el pecado. El Padre celestial, con gran bondad, se niega a dejar que ninguno de sus hijos se sienta cómodo en su rebelión. Así como el hambre ayudó al hijo pródigo a tocar fondo y volver en sí, así el Señor amorosamente enviará circunstancias, oportunidades, dificultades y corrección para ayudar a sus hijos a arrepentirse y abandonar su pecado.
El libro de Hebreos nos dice que esta disciplina es una de las maneras por las que podemos saber que somos hijos de Dios:
“Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He. 12:7-11).
Dios disciplina a los suyos, porque los ama demasiado como para dejarlos en su pecado.
Todos somos pecadores. Cada uno de nosotros ha hecho más que suficiente para merecer una eternidad en el infierno. Y ninguno de nosotros logrará una santidad plena a este lado de la eternidad. Pero no te dejes engañar, un cristiano verdadero no puede continuar en una trayectoria ininterrumpida de pecado. Debe haber evidencia genuina de repugnancia, arrepentimiento y reprensión.
Mike McKinley es el pastor de Sterling Park Baptist Church, Virginia,