Procuraba leer, en la penumbra del
templo, un cartel colgado en la pared del ábside. Tendría unos tres metros de
alto por alrededor de sesenta o setenta centímetros de ancho, con letras
relativamente grandes pero que yo, por mi deficiente visión, añadida a la poca
iluminación que había en los momentos previos a la misa, no alcanzaba a
distinguir el mensaje. Solamente lograba leer la primera línea, que estaba
escrita con letras de mayor tamaño. Decían sólo Jesús mío. Intenté infructuosamente leer las líneas siguientes,
hasta que de pronto caí en la cuenta de que aquello que alcanzaba a ver, en
verdad era todo lo que importaba. Que aquellas dos palabras contenían todo el
meollo de mi fe; toda la motivación que me llevaba a estar allí, a vivir como
vivía y a permanecer de rodillas ante esa gran cruz que pendía sobre el altar,
y el sagrario en que habitaba la Eucaristía. El motivo y la meta de mi oración.
Pensé que todo el resto del texto de
aquel affiche no era otra cosa que
una oración ajena; la oración de alguien más. Alguien bien intencionado que
había intentado motivar a los hermanos a orar. Sin embargo, la oración estaba
allí: Jesús mío. Aquel era
el verdadero sentido de mi oración. El meollo y fundamento de mi oración. La
Piedra angular de mi fe. En verdad, el andamiaje y sostén de mi vida.
No bien comprendí esto, cesé de
intentar leer el resto, y me concentré en esas dos palabras que me proponían
que le abriera el corazón al que me había mostrado con su Vida y con su Muerte,
que yo era importante para Él; cuánto me amaba, y cuánto me amaba el Padre, que
le había pedido aquella donación suya para que, por ella y con su Resurrección,
a mí me crecieran las alas y pudiera alcanzar su cielo.
Entonces cerré los ojos y
le dije desde el fondo de mi alma: Jesús mío…Jesús mío…Te amo. Y aquella fue mi
oración hasta que comenzó la misa.
Cuando se encendieron
todas las luces del templo, pude leer el resto del cartel, pero te aseguro que
no sé lo que decía. Lo he olvidado. Sin embargo, sigo repitiendo: Jesús mío…Te
amo. En rigor de verdad, he pasado casi toda mi vida diciéndoselo, porque ya
que no puedo orar como oran los santos o los místicos, oro como puedo. Con toda
mi pobreza a cuestas.