«Vi la Ciudad
Santa —dice
Juan— la nueva Jerusalén, que bajaba del
cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí
una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los
hombres; (…) Dios en persona estará con ellos y será su Dios. Él enjugará toda lágrima de
sus ojos, y no habrá ya muerte ni luto ni llanto ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”. –Y el que estaba en el trono agregó- “Mira que hago un mundo nuevo”».(Ap 21,1-5).
Después de una minuciosa y fantástica descripción de la
Ciudad Santa, en el capítulo 22, último del Nuevo Testamento y también de toda
la Biblia, el autor del Apocalipsis o
Revelación, nos dice:
«Luego (el ángel) me mostró el río de agua de
Vida (…) que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a
una y otra margen del río hay árboles de Vida que dan frutos cada mes».
Después de una idílica descripción, el autor avanza en
profundidad y significado: «Los
siervos de Dios (…) verán su Rostro y llevarán su Nombre en la frente.
Ya no habrá noche (…) porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los
siglos de los siglos» (22,4). ¡BELLÍSIMO!
De esta forma Juan nos transmite, por encargo de Dios, un
enorme mensaje de esperanza, con la sola condición de que conservemos la fe y
pongamos nuestro esfuerzo en obrar en consecuencia hasta el fin.
A este respecto, nos decía el Apocalipsis en sus
comienzos: «Al que salga vencedor le
daré maná escondido, y una piedrita blanca que lleva escrito un nombre nuevo
que sólo conoce el que la recibe» (2, 17).
Creo que Dios me propone aquí un secreto
entre ambos: Él y yo solos. Creo
que en verdad nos ofrece un nuevo pacto, esta vez, personal.
Una promesa: en la frente llevaré su
nombre, lo que indica que le pertenezco ya para siempre. Y en la gozosa intimidad
de dos, grabado en una piedrita que yo esconderé junto a mi corazón, el nombre con
el que Él me llama, que sólo Él conoce. ¿No te hace esto recordar a aquel nombre con el que cada
uno de nosotros llama al esposo o la esposa; al ser amado? tan íntimo, privado
e intransferible; tan lleno de contenido afectivo que cuidamos que no
trascienda. Si es posible, que nadie, fuera de nosotros dos, lo conozca ni lo
mencione, porque lo sentiríamos como una
violación; una profanación de nuestra intimidad.
Yahvé me habrá de dar un nombre nuevo cuando yo le pertenezca
absoluta y definitivamente, como lo hizo con Abram, con Jacob, y con
Simón.
El Señor termina corroborando lo que el profeta ha
afirmado:
«Y me dijo
todavía: (…) Yo
soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. (…) Yo, Jesús, envié a mi ángel para que les
declarara estas cosas». Y al final agrega: «El que
atestigua todas estas cosas dice: “Sí,
pronto vendré”», Y responde el vidente: «¡Amén! ¡Ven Señor Jesús!». (Cf Ap 22,10-21.
Como se ve, es posible hallar en el Apocalipsis, junto a
pasajes sumamente misteriosos y oscuros, otros de enorme y gozosa consolación.
Por eso quiero encarecerte que —te sientas o no en condiciones de leerlo—, junto conmigo y con todos los hombres que aman
a Cristo en el mundo, repitas con todas las fuerzas de tu esperanza:
Maran Atha. ¡Ven señor Jesús! ¡Amén! ¡Que así
sea! ,