Este tema de celebrar o no la Navidad, y las fechas correctas, me hizo
recordar la bendición con que hace algunos años el Señor nos quiso regalar a Luisa
y a mí, poder visitar los pagos del Señor; la Tierra Santa, no como turistas
sino como peregrinos.
Nosotros éramos bien conscientes de que bajo este o aquel árbol de
olivos del Huerto Él se habría reunido más de una vez con sus discípulos, y les
contaría las cosas de su Padre, y les revelaría los secretos de su corazón; sobre
esta o aquella piedra -metros más o metros menos- Jesús había caído de rodillas
sudando sangre por el terrible padecimiento que bien sabía que estaba ya
próximo. Metros más o menos sobre el Gólgota, los hombres habían plantado la
Cruz en la que habría de terminar de pagar “de su bolsillo” nuestras deudas. Pero también
éramos conscientes de que un poco más acá o un poco más allá, muchas de la escenas de
nuestra Redención habían tenido lugar en esa ciudad y entre esas colinas.
Aspirábamos el aire de la Tierra Santa, a sabiendas de que no era ya el mismo
aire, pero lo vivíamos como si lo fuera. Y besamos aquella
tierra conscientes de que seguramente la que habían pisado sus pies sagrados, estaría
ya varios palmos bajo el suelo que pisaban los nuestros.
Entonces supimos, y aún permanece en nuestro recuerdo y consciencia, que
no son los lugares físicos ni las fechas, los que importan, sino aquello que el
Espíritu Santo quiere hacernos llegar al corazón; que fechas, lugares, imágenes, recuerdos, son sólo signos,
instrumentos de los que Él se vale para recordarnos las cosas importantes que
sucedieron y suceden para nuestra salvación. Así las que ocurren en nuestra
vida y nos van descubriendo senderos hacia el Camino.
Y así pudimos crecer en la fe, y creo que amar aun más a Jesús, nuestro
Salvador. Y darle gracias.