“Sin fe es imposible agradar a Dios”.
Creo profundamente que el pecado de incredulidad es uno de los más devastadores del cristianismo moderno. La incredulidad nos corta espiritualmente la garganta y nos ciega. Nos hace adormecernos y nos ata poco a poco, inexorablemente, año tras año, hasta que llegamos a aceptar lo inaceptable.
El reino de Dios en todo el mundo está experimentando actualmente el mayor avivamiento espiritual en la historia de la humanidad. Sin embargo, en el mismo período de tiempo, más del 90 por ciento de las iglesias evangélicas en toda América del Norte y Europa no muestran ningún crecimiento significativo. Se reducen a recordar sus avivamientos pasados, o se aferran desesperadamente a la última moda que promete un impresionante e instantáneo avance en algún lugar del futuro desconocido.
Quiero que me entiendas que estoy profundamente agradecido por lo que Dios hizo ayer, así como por lo que está haciendo hoy en todo el mundo. Lo alabo por ello. ¡Pero yo estoy aquí, hoy! Debo arrepentirme (arrepentirme esencialmente significa cambiar de rumbo) por la incredulidad y mediocridad de mi fe que me llevado a tolerar lo intolerable.
La incredulidad es inmensamente más seria y devastadora de lo que podemos entender o dimensionar. Rodeado por un mundo lleno de inmoralidad, decadencia, idolatría y rituales religiosos demoníacos – de repugnante crueldad y totalmente carentes de vida espiritual o verdadero significado espiritual - Jesús se mantuvo fuerte y firme. Pero lloró ante la incredulidad. La incredulidad literalmente lo desgarró.
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos y no hay favoritismos con nuestro Dios. Él es inmutable - nunca cambia; es omnipotente - todo poderoso; es absolutamente justo; y está totalmente comprometido a hacer en tu ciudad, tu iglesia y tu país lo que está realizando majestuosamente y sobrenaturalmente en todo el mundo, incluso mientras lees estas palabras.
Entre nosotros y la grandeza ilimitada de su poder está el abismo de la incredulidad. Esa es la razón por la que no podemos vivir otro día sin clamar: “¡Señor, aumenta nuestra fe!”.
Claude Houde