Queridos
hermanos en Cristo, El Señor: en el
ministerio de catequistas que desempeñamos por muchos años con Luisita (mi
queridísima esposa) -donde no sólo enseñábamos doctrina sino, por sobre todo,
intentábamos transmitir y contagiar nuestra fe personal en Cristo, a la que habíamos
sido llamados por gracia; pura misericordia-, notamos que con frecuencia se
producía un cierto malestar entre los catecúmenos cuando comenzábamos a hablar
de la muerte.
Obviamente, no se me escapa que no
es un tema atractivo para quienes aún no conocen personalmente al Señor. Sin embargo, de todos
modos tratábamos siempre de introducirlos en el tema, relacionando nuestra resurrección
con la de Jesús. Siempre quisimos, particularmente, destacarles la afirmación
de Jesús cuando antes de su partida de este mundo al Padre, dice: En la casa de mi Padre
hay muchas habitaciones, si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy
a prepararles un lugar, y cuando lo haya hecho volveré para llevarlos conmigo,
A FIN DE QUE DONDE YO ESTÉ, ESTÉN TAMBIÉN USTEDES (Jn. 14,
2/3). ¡Testimonio incontrovertible que nos ha sido un verdadero faro, especialmente
en los momentos difíciles o angustiosos por los que inevitablemente atravesamos.
Días atrás leí una homilía de
Papa Francisco acerca de las ideas de Pablo vertidas en la carta a los
tesalonicenses sobre este tema, que me
pareció muy sustanciosa y enriquecedora, y por eso me atrevo a compartirla con
ustedes, en la convicción de que no contraría las convicciones de ninguno de
mis hermanos, y en cambio puede ser de bendición, en cuanto a refirmar los
argumentos y encarrilar el tema hacia “la esperanza de la salvación” y quizás,
de modo particular, acerca de en qué consiste la verdadera esperanza, que no es algo abstracto,
etéreo o difuso, ni tampoco un deseo. Más bien una certeza. Es tener la firme
convicción de que estamos en el camino de la salvación, aunque las puertas del
Reino todavía no se hallen a nuestro alcance. “En camino hacia algo que es -Dice Francisco- no que yo quiero que sea”.
Aunque nuestros sentidos no la
perciban, el corazón del hombre o mujer de fe, late con fuerza y se acelera
presintiendo su proximidad o su existencia. Como que se trata nada menos
que de compartir la eternidad con el
Amor: «Seremos
llevados (…) al encuentro de Cristo, y así permaneceremos con el Señor para
siempre». (1 Tes. 4,17)
Catequesis del papa Francisco en la audiencia
general (Plaza San Pedro, 1 de febrero de 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis pasadas hemos empezado nuestro recorrido sobre el tema de la
esperanza releyendo en esta perspectiva algunas páginas del Antiguo Testamento.
Ahora queremos pasar a dar luz a la extraordinaria importancia que esta virtud
asume en el Nuevo Testamento, cuando encuentra la novedad representada por
Jesucristo y por el evento pascual.
Es lo que emerge claramente desde el primer texto que se ha escrito, es decir
la Primera Carta de san Pablo a los Tesalonicenses. En el pasaje que hemos
escuchado, (1 Tes. 13,18) se puede percibir toda la frescura y la belleza del
primer anuncio cristiano. La de Tesalónica era una comunidad joven, fundada
desde hacía poco; sin embargo, no obstante las dificultades y las muchas
pruebas, estaba enraizada en la fe y celebraba con entusiasmo y con alegría la
resurrección del Señor Jesús. El apóstol entonces se alegra de corazón con
todos, en cuanto que renacen en la Pascua se convierten realmente en “hijos de
la luz e hijos del día” (5,5), en fuerza de la plena comunión con Cristo.
Cuando Pablo les escribe, la comunidad de Tesalónica ha sido apenas fundada, y
solo pocos años la separan de la Pascua de Cristo. Por esto, el apóstol trata
de hacer comprender todos los efectos y las consecuencias que este evento único
y decisivo supone para la historia y para la vida de cada uno. En particular,
la dificultad de la comunidad no era tanto reconocer la resurrección de Jesús,
sino creer en la resurrección de los muertos. En tal sentido, esta carta se
revela más actual que nunca. Cada vez que nos encontramos frente a nuestra
muerte, o a la de un ser querido, sentimos que nuestra fe es probada. Emergen
todas nuestras dudas, toda nuestra fragilidad, y nos preguntamos: “¿Pero
realmente habrá vida después de la muerte…? ¿Podré todavía ver y abrazar a las
personas que he amado…?”. Esta pregunta me la hizo una señora hace pocos días
en una audiencia, manifestado una duda: “¿Me encontraré con los míos?”. También
nosotros, en el contexto actual, necesitamos volver a la raíz y a los
fundamentos de nuestra fe, para tomar conciencia de lo que Dios ha obrado por
nosotros en Jesucristo y qué significa nuestra muerte. Todos tenemos un poco de
miedo por esta incertidumbre de la muerte. Me viene a la memoria un viejecito,
un anciano, bueno, que decía: “Yo no tengo miedo de la muerte. Tengo un poco de
miedo de verla venir”. Tenía miedo de esto.
Pablo, frente a los temores y a las perplejidades de la comunidad, invita a
tener firme en la cabeza como un yelmo, sobre todo en las pruebas y en los
momentos más difíciles de nuestra vida, “la esperanza de la salvación”. Es un
yelmo. Esto es la esperanza cristiana. Cuando se habla de esperanza, podemos
ser llevados a entenderla según la acepción común del término, es decir en
referencia a algo lindo que deseamos, pero que puede realizarse o no. Esperamos
que suceda, es como un deseo. Se dice por ejemplo: “¡Espero que mañana haga
buen tiempo!”, pero sabemos que al día siguiente sin embargo puede llover… La
esperanza cristiana no es así. La esperanza cristiana es la espera de algo que
ya se ha cumplido; está la puerta allí, y yo espero llegar a la puerta. ¿Qué
tengo que hacer? ¡Caminar hacia la puerta! Estoy seguro de que llegaré a la
puerta. Así es la esperanza cristiana: tener la certeza de que yo estoy en
camino hacia algo que es, no que yo quiero que sea.
Esta es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es la espera de algo que
ya ha sido cumplido y que realmente se realizará para cada uno de nosotros. También
nuestra resurrección y la de los seres queridos difuntos, por tanto, no es algo
que podrá suceder o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto está
enraizada en el evento de la resurrección de Cristo. Esperar por tanto
significa aprender a vivir en la espera. Cuando una mujer se da cuenta de que
está embaraza, cada día aprende a vivir en la espera de ver la mirada de ese
niño que vendrá. Así también nosotros tenemos que vivir y aprender de estas
esperas humanas y vivir la espera de mirar al Señor; de encontrar al Señor.
Esto no es fácil, pero se aprende: vivir en la espera. Esperar significa y
requiere un corazón humilde, un corazón pobre. Solo un pobre sabe esperar.
Quien está ya lleno de sí y de sus bienes, no sabe poner la propia confianza en
nadie más que en sí mismo.
Escribe san Pablo: “Él [Jesús] que murió por nosotros, a fin de que, velando o
durmiendo, vivamos unidos a Él” (1 Ts 5, 10). Estas palabras son siempre motivo
de gran consuelo y paz. También para las personas amadas que nos han dejado
estamos por tanto llamados a rezar para que vivan en Cristo y están en plena
comunión con nosotros. Una cosa que a mí me toca mucho el corazón es una
expresión de san Pablo, dirigida a los Tesalonicenses. A mí me llena de
seguridad de la esperanza. Dice así: “permaneceremos con el Señor para siempre”
(1 Ts 4,17). Una cosa hermosa: todo pasa pero, después de la muerte, estaremos
para siempre con el Señor. Es la certeza total de la esperanza, la misma que,
mucho tiempo antes, hacía exclamar a Job: “Yo sé que mi Redentor vive […] yo,
con mi propia carne, veré a Dios. (Jb 19, 25-27). Y así para siempre estaremos
con el Señor. ¿Creéis esto? Os pregunto: ¿creéis esto? Para tener un poco de
fuerza os invito a decirlo conmigo tres veces: “Y así estaremos para siempre
con el Señor”. Y allí, con el Señor, nos encontraremos.
Francisco