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Ayer el sacerdote en la homilía, dijo una
frase que me dejó pensando. Y la pensé… y la pensé… Y “me hace ruido”. No me cierra.
Dijo el Padre: «Dios nos ha soñado tal como somos». Pero
yo pienso que en realidad Dios nos ama, sí, tal como somos. De eso estoy
seguro. Pero creo que soñarnos, nos soñó tal
como seremos luego, en la gloria. Ese fue su objetivo al crearnos.
Él sabía, claro, que
íbamos a ser como somos en cada momento de nuestra vida, y así nos amó desde un
principio, pero su sueño no termina allí. Va mucho más lejos y más alto.
¿Qué padre o qué madre
no sueña a sus hijos felices y plenos; nobles y sabios, buenos, generosos,
leales y magnánimos? Y si nosotros tenemos sueños para cada uno de nuestros
hijos, y esos sueños casi siempre se proyectan y superan largamente sus
respectivas realidades actuales, particularmente en lo que se refiere a su
felicidad, a su realización humana y a su crecimiento espiritual, cómo no pensar
que el sueño de Dios, nuestro Padre, ha de trascender los límites de esta
precariedad actual. Límites impuestos por una parte por la cultura de nuestra
época y el medio ambiente que nos toca afrontar, y por otra, por nuestras
propias debilidades y pecados. Condicionamientos que nos llegan de afuera y
miserias que nos vienen de adentro.
¿Y qué serán sino, mis
propios sueños de santidad, de trascendencia y de gloria, a pesar de que
conozco muy bien mis enormes falencias y pobreza? ¿No serán acaso los sueños heredados de mi Padre; las huellas de
los dedos del Alfarero que me modeló?
Tan sólo por una semilla llegada de afuera podría, en el pantano
corrompido, brotar una planta que aspire a dar una flor hermosa y perfumada,
aunque sea humilde y simple como una violeta. ¿No será su Espíritu, quizás,
quien me está animando a tales sueños? Tengo que decir, claro, que en el caso
de Dios, los sueños no son sólo sueños, sino propósitos a futuro, porque en ese
futuro sus sueños inexorablemente se
cumplirán.
Acostumbro a
hacer un rato de meditación al levantarme, y por lo general me apoyo para ello
en la Sagrada Escritura. Esta mañana leía en el evangelio de Marcos: «Verán
al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad, y enviará a
sus ángeles que juntarán a sus elegidos de los cuatro vientos, de uno a otro
confín de la tierra» (Mc 13,26).
Entonces, con los ojos
del corazón, lo vi venir con gloria, a buscarme a mí y a los míos, y supe que
al fin acababan todas las angustias y los sobresaltos, las preocupaciones y
luchas. No sólo por la supervivencia, sino también la que libro día a día por
acercarme al ideal que Dios me mostró en Cristo, y el mismo Cristo me legó en
el Evangelio. Esa lucha lleva ya, con mucho, la mayor parte de mi existencia con
éxitos por demás mediocres, pero confío en que al final mi Padre se habrá de
“salir con la suya”.
Cuando arribe al trono
glorioso en el que Jesús reina con el
Padre, y quiere compartir con nosotros, comenzará la Vida verdadera. Esa que
ahora sólo vislumbro en forma de un hermosísimo sueño que engendraron en mí las
promesas esperanzadoras de Jesús. Pero tengo la certeza de que la realidad
futura superará, absolutamente, todos mis sueños.
Si tal como creo, hay
un sueño de Dios para mí, cuando éste se concrete en la eternidad; cuando, ya
en la Casa del Padre, sea integrado definitivamente como miembro del Cuerpo de
Cristo a compartir la vida de Dios y su
propia esencia, talvez sea en verdad mi vida terrena la que quede registrada en la memoria como un sueño
que quizás me sirva como parámetro que me permita evaluar la dimensión de la
felicidad alcanzada en Dios. Y así cumpliré para siempre lo que el Padre soñó,
imaginó, planeó para mí y para los que amo: vos y cada uno de mis hermanos.
También los que hoy no conozco.
Acaso pueda parecerte
que todo esto sólo es un dislate de mi imaginación afiebrada. Si así fuera, no
tendría nada que reprocharte. Más aún, te comprendería. Pero dejarla hoy volar
sin frenos por esos cielos, es muy bueno para ensanchar mi corazón —¡y quiera
Dios que también el tuyo!— y avivar la llama de la esperanza en el Señor,
nuestro salvador.
Quizás después de todo, no sea demasiada ventaja tratar de ser siempre tan terrenalmente
lógicos y apegados a las “sensatas razones” que aporta la inteligencia. Ya
sabemos que, como decía Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no
entiende”. Y eso, estoy seguro, es porque allí es a donde nos habla “en
directo” el Espíritu Santo. Por eso tal vez sea bueno dejar cada tanto volar la
imaginación que Dios nos regaló, y soñar despiertos persiguiendo la esperanza
que Jesús sembró en nuestros oídos y en nuestros corazones.
Por mi parte, yo creo que el primer soñador es
Dios, y Él transforma en realidad las maravillas de sus sueños. De ello nos
habla el universo, y también la vida de tantos hombres y mujeres que alcanzan
la santidad, cada cual a su modo y según el Espíritu los impulsa. Cada uno de
ellos nos anima a apuntar siempre hacia arriba, a soñar siempre todo lo
noble, todo lo bueno, todo lo bello. Porque Él es infinitamente más que
nuestros cálculos, nuestros pensamientos, imaginación y sueños, y está
dispuesto a brindarnos todo eso y más. ¡Mucho
más!
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Totalmente de acuerdo, querido amigo. Precioso leerte, como siempre.
Fuerte abrazo sureño.
HÉCTOR |
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Claro que sí hermano!! El creador de los sueños, El lo ha hecho realidad, ha creado todo lo que existe.
Nos ha dado forma, nos ha dado vida y nos ha rodeado de vida, animales, plantas, y todo lo
necesario para ser felices, y luego cuando le fallamos hasta nos ha enviado al Salvador.
Y allí nos envió el mas grande sueño librándonos de la muerte eterna, y ese sueño se tranformó
en Esperanza en gloria! Excelente su mensaje Néstor, muchas gracias y cariños a Luisa!
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