EL VINO DE CRISTO
El agua de que estaba repleta mi tinaja
era turbia y
mal olía.
Con todo, Vos
la querías,
Señor de los
milagros,
para hacer con
ella un vino burbujeante
que alegrara
el alto en el camino
de algún
peregrino fatigado,
o quizás
herido
en el cuerpo o
en el alma:
—dolor o
desaliento—.
Yo puse lo que pude,
que era poco;
casi nada,
y pensé que no
te serviría.
Tan
despreciable era
el agua que
aportaba.
Eso pensé, porque creía
que mi miseria
era mayor
que tu poder y
tu misericordia.
Después supe
que tu misericordia era infinita;
que no hay
nada más alto ni profundo
que tu ternura
y tu piedad.
Supe que Vos,
Señor, no despreciás nada,
y que a la luz
de la esperanza,
todo puede ser
transformado por tu gracia.
Entonces yo no
lo sabía.
¡Aún no lo
sabía!
«Poderoso es
Dios para hacer de las tinieblas luz»
decía el
Hermano Francisco.
Por eso hoy, si alguna
vez veo
a un viajero
saborear tu vino
-el de mi
pobre tinaja-
me animo a
pensar que quizás al fin lo logres.
Porque escribir
derecho con renglones tan torcidos,
sólo Vos
podés, Señor.
¡Tan sólo Vos!
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