- «Felices los que tienen un corazón limpio,
porque ellos verán a Dios»
(Mt 5, 8)
Hacer una relectura de ciertos pasajes
de la Sagrada escritura, suele deparar sorpresas. Aunque se trate a veces de algunos bien conocidos.
Te confieso que siempre pensé, quizás
ingenuamente, que Jesús se refería, en esta frase que te ofrezco en el
epígrafe, a lo que los teólogos llaman la “Visión Beatífica”. Es decir, a lo
que ocurrirá después de la muerte a los que, con la guía e impulso de la
gracia, hayan conseguido conservar hasta el fin un corazón de niño (Cf Mt 18, 3), que a ellos se
refiere la bienaventuranza. Ellos tendrán con Dios una relación inmediata; cara
a cara. Pedí siempre al Señor un corazón así, en la esperanza de que se
cumpliera en mí esa sentencia, y en mi vida futura pudiera gozar de su
Presencia y visión.
Sigo creyendo que esto es así, por
supuesto, sin embargo, hoy creo que el Espíritu “me sopla en el oído” que en
esa afirmación hay algo más; algo que hasta ahora estaba escondido a mi
comprensión; algo que mi pobreza interior no me permitía ver. Y si hoy lo
entiendo, según me parece, es por una especial misericordia de Dios, quien
—como siempre que me permite descubrir algo de sus cosas— se apiada de mí
limitación y mi indigencia y me da su Espíritu para iluminarme.
Creo descubrir que cuando el Señor habla
de los que tienen el corazón limpio, puro, recto, pretende que entendamos que
ellos verán a Dios no sólo en una vida futura, sino también aquí y ahora.
Pero cabe que te preguntes: ¿Cómo podría
ser esto? ¿Cómo habríamos de ver a Dios aquí, en la tierra; en esta vida
mortal?
Respondo: ver a Dios aquí y ahora, es
hallarlo detrás de los acontecimientos, las personas y las cosas. Descubrirlo
como escondido “entre bambalinas” en cada acto de nuestra vida.
Está claro que un corazón avieso; un espíritu tortuoso o
mal intencionado no podría entreverlo ni adivinarlo jamás. Él quizás, y con
extrema dificultad, podría adivinarlo en un acontecimiento gozoso, pero de
ningún modo lo vería en el dolor de una pérdida, en la tristeza de una
despedida o en la angustia de una enfermedad. Los racionalistas a ultranza
-aunque tengan un barniz de fe- también padecen de una intrínseca incapacidad
para ver a Dios en las cosas cotidianas que enfrentamos. Todo lo interpreta
según la pura lógica humana.
Para los que tienen el corazón puro, un
corazón de niño, en cambio; aquellos en los que la fe y la esperanza han echado
raíces, el Rostro amoroso del Padre asoma siempre detrás de todo lo que ocurre
en sus vidas, porque ellos saben que «Dios dispone todas las cosas para el bien
de los que lo aman» (Ro 8, 28). Aunque no hayan leído a Pablo o no recuerden
sus palabras, el Espíritu en su corazón les sopla que pueden confiar en la
bondad del Padre misericordioso.
Los de puro corazón son los que ahora
van abriendo camino, los que avanzan en la primera línea hacia la completa y
total divinización del hombre, según el rumbo que Dios mismo nos marcó en la persona de su Hijo
Jesús, el Verbo hecho carne, con el impulso vivificante y enriquecedor del
Espíritu Santo.
Sólo quien tiene un puro corazón, podría
ver, en aquel Niñito de la cueva, nacido entre animales, el auténtico Rostro
del Dios eterno e inmortal. Y, por supuesto, sabrá ver la sonrisa de Dios, en
la alegría de un reencuentro, en la belleza de un paisaje o en la esperanza de
un nacimiento. Lo descubrirá en el gozo íntimo que produce una música bella,
una pintura o un poema, obras del
ingenio humano, don del Creador, que es el único verdadero Artista y en cada
uno pone algo de Sí. Pero también podrá, y sólo él, descubrir el Rostro
sufriente del Cristo de la Cruz en el pecado del hombre, que causa el dolor de
sus hermanos; en el enfermo o el que está solo, en el pobre y angustiado; en la
víctima de la opresión y la injusticia. En fin: en la cotidiana realidad de la
comunidad humana.
Él hombre de corazón puro verá esos
rostros y sabrá que Cristo está ante sí, presente en cada uno de ellos. Y en
ellos lo verá. Y lo descubrirá también en su propia cruz y su dolor.
¡Felices, sí, felices aquellos que
tienen un corazón puro; un corazón de niño!