Cuando visitamos
con Luisita -mi esposa- la casa de Caifás,
en Jerusalén, tuvimos ocasión de bajar al sótano que habría oficiado de cárcel
en la que los prisioneros esperaban el juicio del Sanhedrín. Se cree que allí
estuvo Jesús desde su captura hasta que fue juzgado.
A
pesar de la iluminación moderna, y la escalera y las paredes revestidas, yo sabía
que Él había sido bajado con sogas a un pozo que entonces era oscuro y
siniestro.
Entonces
no pudimos cambiar una palabra, pero bastante más tarde ambos coincidimos en que un dolor en el pecho y un nudo en la
garganta nos habían oprimido. Recién unos cuantos días más tarde pudimos dar
rienda suelta a ese dolor. Y ya de vuelta a casa logré expresar por escrito lo
que había sentido en aquella ocasión, que por cierto, no fue muy distinto de lo
que ella sintiera, según nos lo confiamos entonces.
Lo
comparto con ustedes:
CÁRCEL
he visto tu cárcel, Señor, el calabozo
en el que soportaste la triste noche aquella
en que todos tus amigos te habían abandonado
y Pedro, al calor del fuego te negaba.
Vi con los ojos del alma
cuando te bajaban al infame pozo aquel,
los esbirros de
Caifás sin miramientos.
Con los ojos del
alma te vi llorar en tu abandono.
No por miedo,
¡no! mas por tristeza.
Siendo la Luz,
quedabas en tinieblas;
Vos, que habías
venido al mundo
para que el mundo
se encendiera;
cambiara las
sombras de su noche
por la brillante
luz de un claro día.
Querías sacar a
los hombres de sus cárceles
de odio y egoísmo, esclavitud y muerte,
y pagaban tu entrega con la cárcel,
con el odio y con
la muerte.
El corazón
golpeaba dentro de mi pecho,
asombrado y conmovido.
Cómo pudo pasar
aquello,
¡cómo pudo!:
la ternura y el
amor
encadenados en esa lóbrega mazmorra
cuatro metros bajo tierra.
De pronto
comprendí
por qué
lloraba tu hermano Francisco,
“el
Pobrecito”,
contemplando
tu agonía,
que no
había terminado en aquel Huerto
ni en este
calabozo.
Que no
terminaría sino hasta el fin de los tiempos;
que se iba
a prolongar en cada hombre,
en cada
mujer, cada niño que sufriera injusticia,
soledad,
pobreza o dolor.
No pude
llorar entonces, Señor,
porque…no pude.
Vos querías
quizás que yo guardara
sin darle rienda suelta,
aquel dolor
clavado en mi costado;
una lanza
de dos filos en mi pecho
como la que
hiriera el tuyo.
Tal vez
querías que guardara aquel dolor
para
llorarlo luego,
entre las
paredes benditas
de la
pequeña Porciúncula;
la
capillita aquella donde tantas veces
Francisco llorara
porque "el Amor no es amado".
Gracias Jesús, Hermano mío,
por ofrecerme la ocasión de comprender mejor
tu abajamiento y tu entrega,
y sentirme a un tiempo culpable y solidario.
No dejes,
Señor, que lo olvide
ni siquiera
un instante mientras viva.
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