Elegía de un Viernes Santo
Silenciaron los pájaros su canto.
Los pichones olvidaron el hambre
y acallaron sus
reclamos.
Cesó su cantilena el grillo
y las mariposas detuvieron su vuelo.
Plegó la brisa sus alas
por no turbar el recogimiento
de la tarde aquella.
Anémonas y lirios contuvieron el aliento
para no endulzarla con sus perfumes.
La Verdad1 era juzgada y condenada,
su fiscal fue La
Mentira
y La Infamia su juez.
La tierra, empapada en Sangre,
se estremeció de horror.
Con fiera convulsión abrió sepulcros
y partió las rocas.
El velo del Templo se rasgó
de parte a parte.
Había enmudecido La Palabra2.
En una encrucijada de maderos
se empantanó El
Camino1.
La Vida1
quedaba sin sangre y sin aliento;
cegada La
Puerta3 con cerrojo y
tranca;
La Luz4,
tan sólo sombra y tinieblas.
El Amor y el dolor en una sola carne se ofrecían,
y toda la creación se acongojaba.
El Autor de todo bien en un patíbulo había muerto.
Respetuoso, el cielo hizo correr espeso
velo
y
el día se hizo noche,
para que
los hombres y los ángeles pudieran,
sin pudor,
abrir las fuentes amargas de su llanto.
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Pero el llanto iba a tornarse gozo
cuando la roca del sepulcro
umbrío
abriera, alborozada, la
pesada puerta,
para abrirle paso al que
yaciera:
Aquél que en su triunfo
volaría
hasta los brazos
abiertos de su Padre.
Aquél que nos librara de
cadenas.
Aquél que con su muerte
ignominiosa
vencedor de la misma muerte
fuera.
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1: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6)
2: Al principio existía la Palabra (Jn 1,1)
3: Yo soy la Puerta. El que entre por mí se salvará (Jn
10,9)
4: Yo soy la Luz del mundo (Jn 8,12)