El apóstol Pablo oró por la iglesia en Éfeso: “Para que sepáis cuál es…la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza” (Efesios 1:18-19). Pablo estaba diciendo: “Que Dios te revele no sólo la grandeza pasada de Cristo, sino Su grandeza presente”.
Hoy, la Iglesia tiene gran reverencia por el Jesús que caminó sobre la Tierra, el Galileo, el hijo de María, el maestro y el hacedor de milagros. Nunca nos cansamos de oír y hablar de la grandeza de Jesucristo de Nazaret.
Nos encanta recordar cómo Jesús echaba fuera a los demonios y cómo se mantenía firme contra todas las tentaciones. Abrió los ojos ciegos, destapó los oídos sordos, hizo que los paralíticos saltaran, restauró los brazos marchitados, sanó a los leprosos. Convirtió el agua en vino, alimentó multitudes con sólo unos pocos panes y peces; y en más de una ocasión Él resucitó a los muertos.
Sin embargo, en algún momento de la historia, los cristianos comenzaron a limitar el poder presente de nuestro gran Salvador que hace milagros. La Iglesia desarrolló una teología que hizo de Cristo, Dios de lo espiritual, pero no de lo natural. A menudo no lo conocemos como Señor sobre nuestros asuntos cotidianos, como Dios de nuestra casa, de nuestros hijos y de nuestro matrimonio, de nuestro trabajo y de nuestras cuentas.
Pablo nos está diciendo que necesitamos una revelación del poder de Jesús resucitado, sentado a la diestra de Dios, con todo el poder que se Le ha dado en el cielo y en la Tierra. “[Dios] sometió todas las cosas bajo Sus pies” (Efesios 1:22). Al leer este pasaje, el Espíritu Santo tocó mi corazón con una poderosa verdad: “Jesús nunca ha sido más poderoso de lo que es ahora mismo”. Además, según Pablo, Cristo está “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero” (Efesios 1:21).
DAVID WILKERSON