El antiguo pacto consistía en un conjunto de reglas que decían: “Si haces esto o aquello, Dios te dará vida, pero si no lo haces, perderás la bendición de Dios”. Por supuesto, la gente se sentía constantemente corta del estándar de Dios porque su ley era santa, y como resultado, sus vidas eran perseguidas por la culpa y la desesperación. Sin embargo, cuando Dios nos dio su Nuevo Pacto, él no estableció un nuevo sistema con un nuevo conjunto de reglas. En lugar de ello, él nos envió a una persona.
El Antiguo Pacto de Dios no necesitaba ser cambiado de ninguna manera porque Jesús mismo vino como el pacto, ¡la bendición de la gracia! Siendo él, la personificación del Nuevo Pacto, nos muestra nuestra incapacidad para guardar la ley de Dios; de hecho, su primer acto ministerial en la tierra fue hacer que la ley de Dios fuera aún más difícil para nosotros. Él lo hizo para mostrarnos que nunca podríamos lograrlo sin su gracia y poder.
En lo que comúnmente se conoce como El Sermón del Monte, Jesús habló sobre el mandamiento de no cometer homicidio: “Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio” (Mateo 5:22). Él hizo lo mismo con respecto al adulterio: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (5:28). Pero en este mismo sermón explicó lo que significa caminar como sus seguidores y vivir una vida de bendición y victoria.
Bajo el Nuevo Pacto, la ley de Dios ya no era un estándar externo por el cual luchar. En lugar de ello, su ley estaría escrita en nuestros corazones, a través del Espíritu Santo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Estamos llenos del Espíritu Santo, la vida misma de Dios; y gracias a su gran dádiva, podemos vivir para él sin culpa ni vergüenza.
GARY WILKERSON |