Una y otra vez, los Evangelios describen a Jesús como un hombre de profunda e inquebrantable compasión. Después de la muerte de Juan el Bautista, Jesús se retiró solo en un bote para llorar la pérdida. Él sabía que Juan estaba en el cielo, pero él se dolía por los que quedaron.
Cuando Jesús regresó a la orilla, vio una multitud de cinco mil personas reunidas para verlo. Mateo registra que “tuvo compasión de ellos”. Entonces tomó cinco panes y dos peces, y milagrosamente les dio de comer a todos (Mateo 14:14-21). Su corazón estaba con estas personas que habían venido a estar con Él; y no podía soportar verlos con hambre. Él no sólo proveyó comida, sino que también sanó a los que estaban enfermos.
Cuando Jesús vio a dos hombres ciegos en el camino a Jericó, Jesús “compadecido, les tocó los ojos, y en seguida recibieron la vista; y le siguieron” (Mateo 20:34). Su compasión por estos hombres superaba a cualquier otra tarea delante de Él en aquel momento.
En el camino entre Samaria y Galilea, al entrar en una pequeña aldea, Jesús notó a diez hombres que tenían lepra y los sanó (ver Lucas 17:12-14). Los leprosos mantuvieron su distancia instintivamente, incluso de Jesús. La sociedad los había descartado y fueron rechazados por el mundo. Pero Jesús los vio y tuvo compasión de ellos. Él los veía como personas necesitadas de un Salvador.
¿Cómo respondemos a los leprosos de nuestros días, los marginados de la sociedad? ¿Qué hace nuestra cultura con los pobres, los adictos, los alcohólicos, los pecadores? ¿El Cuerpo de Cristo los ve como personas que necesitan ayuda, que están perdidas y que están en búsqueda?
Nunca debemos olvidar lo que Jesús ha hecho por nosotros y por los que nos rodean. Sin su gracia salvadora, estaríamos tan perdidos y sin esperanza como lo estaban aquellos leprosos. Sin Jesús no somos nada y sin compasión no tenemos lugar en el reino de Dios.
Nicky Cruz