Mis padres, Don Miguel y Doña Justina, gracias a Dios fueron muy amorosos y flexibles respetando siempre nuestro desarrollo como individuos.
El laboraba como empleado de la Cooperativa de Camioneros del Servicio Urbano de la ciudad y de la cual fue socio fundador, y laboró en ella hasta el día de su fallecimiento.
Fue un hombre luchador, incansable, trabajador, respetuoso con su familia y sin distinciones con todas las personas con las que tuvo una relación laboral, social o amistosa, y sobre todo, un hombre honesto consigo mismo y con los demás, un hombre honrado a carta cabal que se abrió paso en el mundo, superando grandes problemas individuales en su vida, como el abuso de bebidas alcohólicas que padecía y que lo agigantaron a los ojos de propios y extraños; ése era mi padre.
La casa de la que les platico, fue construida por la directiva del Servicio Urbano, presidida por Don Isolino Púmar, un español con un gran don de gentes y una persona de grandes principios según me platicaba mi padre, que hizo posible que se construyera esa gran colonia con viviendas dignas y económicas para beneficio de sus trabajadores, después de eso, permitió que la empresa pasara a manos de los trabajadores formando una cooperativa, lo que le dio el nombre que hasta la fecha conserva como Cooperativa.
Recuerdo que desde muy chico, 8 o 9 años de edad, le llevaba su desayunito a mi papá a la terminal donde llegaba el camión de pasajeros que él manejaba, y me sentía el niño más importante del mundo por ese motivo, y vieran que no hubiera cambiado esa función y ese sentimiento por nada.
Mi madre hasta la fecha es una gran mujer, una mujer excepcional, valiente, amorosa, y también con ese don de gentes que le ha valido el cariño y respeto de todos sus hijos incluyendo el de cada una de sus nueras; reservada y enemiga de chismes que pongan en peligro la estabilidad en el matrimonio de sus hijos, así como respetuosa de la intimidad familiar. Esa es mi madre.
¡Ha! de los años en que estuve en el jardín de niños, en realidad son pocos los recuerdos que me quedan; estudié en el jardín de niños Pestalozzi, y a mí me gustaba jugar mucho en el cajoncito de arena y además quería mucho a mi maestra Charito, una mujer todo amor y dulzura (y pecas) con una paciencia a prueba de niños, además no me gustaba que me regalaran galletas y dulces por aquello del ogro que engordaba a los niños para comérselos, ¿recuerdan ese cuento?
De mi paso por la escuela primaria, recuerdo que nunca fui un estudiante brillante aunque tampoco era una papa enterrada, lo que más me gustaba y creo que aún más les gusta a los niños de primaria, era el recreo, pues era el momento para dejar desbocar ese potrillo que todo niño lleva dentro, carreritas, saltos, juegos de la roña y muchos más que seguramente ustedes también han de recordar, fueron parte importante en mi formación.
Esta historia verdadera está basada en hechos reales en mi persona, por lo que deberá tomarse ésta con las debidas reservas del caso. Gracias
José Luis Hernández Cuéllar.