Cuando te arrodillas ante la cruz, no oirás una palabra fácil y suave, al principio no. Aunque la cruz es la única puerta hacia la vida, vas a oír acerca de la muerte, la muerte a cada pecado.
En la cruz, enfrentas la crisis de tu vida y eso es lo que falta en tantas iglesias hoy. La predicación de la cruz provoca una crisis de pecado, de la voluntad propia. Te hablará con palabras amorosas pero firmes sobre las consecuencias de continuar en tu pecado: “Niégate a ti mismo. Abraza la muerte de la cruz. ¡Sígueme!”
El arrepentimiento significa más que decir: “Señor, estoy equivocado”. También significa decir: “¡Señor, tú tienes razón!”. Es un lugar de reconocimiento en el que admites: “No puedo continuar en mi pecado y querer que el Espíritu Santo more en mí”. Señor, tienes razón sobre el hecho de que el pecado trae muerte sobre mí; y me doy cuenta de que, si continúo en ello, tanto mi familia como yo, seremos destruidos”.
La gloriosa verdad del evangelio es que, si morimos con Jesús, entonces también venimos a la gloria de su resurrección y a novedad de vida. Su cruz es nuestra cruz, su muerte es nuestra muerte; y su resurrección es nuestra resurrección, a través de nuestra identificación y unión con él. Esa es la verdadera cruz que llevamos. Sin embargo, esta es la cruz que muchos de los llamados ministros del evangelio han eliminado. La verdadera cruz no se trata de bellas palabras que describen el sufrimiento y sangrado de nuestro Salvador en el Calvario. No, el verdadero significado de la cruz es que Jesús sangró y murió para llevar a nuestras almas enfermas de pecado a una libertad y liberación gloriosas, para romper toda cadena de pecado que nos ata.
Jesús viene a nosotros y dice, “Toma mi mano y sígueme; en mi muerte, mi sepultura, mi resurrección. Mira la cruz y abrázala. ¡Aférrate a mi victoria!” ¡Gracias a Dios, puedes tener la victoria y el poder de Jesús en tu vida!
DAVID WILKERSON