Quisiera recordar el llamado a la santidad que el Señor hace a cada
uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo
soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II lo destacó con
fuerza: «Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, son
llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella
santidad con la que es perfecto el mismo Padre».
«Cada uno por su camino». Entonces, no se trata de desalentarse
cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay
testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que
tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y
diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque
a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1
Co 12, 7-11), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido
pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero «existen muchas
formas existenciales de testimonio» (von Baltasar, “Teología y santidad”).
De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico
Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos y explicaba que sus versos
estaban escritos para que cada uno los aproveche «según su modo». Porque la
vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra». Esto debería
entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese
proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la
eternidad: «Antes de formarte en el vientre de tu madre, antes de que salieras
del seno materno, te consagré» (Jr 1,5).
Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está
reservada sólo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las
ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así.
Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio
testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra.
¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás
casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo
lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y
competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o
abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes
autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses
personales.
Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de
santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a
Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu
Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del
Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de
enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: «Señor, yo
soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor».
A veces la vida presenta desafíos mayores y a través de ellos el
Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que su gracia se manifieste
mejor en nuestra existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10).
Otras veces solo se trata de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que
ya hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria
perfección de los ejercicios ordinarios de la vida». Cuando el Cardenal
vietnamita Francisco Javier Nguyên van Thun estaba en la cárcel (13 años, de
los cuales, 9 en aislamiento), renunció a desgastarse esperando su liberación.
Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el modo como se
concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan cada día para
realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria» (Cinco panes y dos
peces).
Así, bajo el impulso de la gracia divina, con muchos gestos vamos
construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero no como seres
autosuficientes sino «como buenos administradores de la multiforme gracia de
Dios» (1 P 4,10). Pero para tratar de amar como Cristo nos amó, Cristo comparte
su propia vida resucitada con nosotros. De esta manera, nuestras vidas
demuestran su poder en acción, incluso en medio de la debilidad humana». Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la
tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad
de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y
encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.
Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende
desde Él. En el fondo, la santidad es vivir en unión con Él los misterios de su
vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera
única y personal, en morir y resucitar constantemente con Él. Pero también
puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida
terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los
últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La
contemplación de estos misterios nos orienta a hacerlos carne en nuestras
opciones y actitudes Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio»,
«toda la vida de Cristo es Revelación del Padre», «toda la vida de Cristo es
misterio de Redención», «toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»,
y «todo lo que Cristo vivió, hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en
nosotros».
El designio del Padre es Cristo, y nosotros en Él. En último
término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la
caridad plenamente vivida». Por lo tanto, «la
santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado
como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la
suya». Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la
riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.
Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a
través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí
también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice el hombre de Dios es
plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo
que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de
santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando
uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona.
Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú
también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo
escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da.
Pregúntale siempre al Espíritu, qué espera Jesús de ti en cada momento de tu
existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso
ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal
que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús
que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar
por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no se
malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus errores y malos
momentos, con tal de que no abandones el camino del amor y estés siempre
abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina.
Tomado de: “Alégrense y
regocíjense”, carta del Papa Francisco
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