|
La santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste
en la imitación de Cristo, y, en su cumbre, en la «perfecta unión con Cristo».
A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran las principales
virtudes cristianas, o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la
humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por
sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del
bautismo.
El
ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera;
es la forma de todas las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y
los profetas» (Mt 22,34-40; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que el
Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la
parénesis (exhortación) sobre las virtudes en la Carta a los Romanos. Todo el
capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad: «Que
vuestro amor no sea fingido [...]; amaos cordialmente unos a otros, cada cual
estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).
Para
captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o,
mejor dicho, el «sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de
esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de tantas
exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el
secreto de la caridad. San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea
fingido!», lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que
se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. También en
esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había
indicado, repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se
decide el valor de lo que el hombre hace (Mt 15,19).
.
Podemos
hablar de una intuición paulina respecto de la caridad; ésta consiste en
revelar, detrás del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y
de palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo que es el
alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la
caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se
refiere todo a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos
de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita,
todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y
directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se reconduce
a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes que la beneficencia.
Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la
caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior (distribuir a los
pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad
interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad
hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien sin quererlo, que
muestra al exterior algo que no se corresponde con el corazón. En este caso, se
tiene una apariencia de caridad que puede, en última instancia, ocultar
egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple
remordimiento de conciencia.
Sería
un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los
hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie
de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra
de Jesús (Mt 25 34-43), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan
a la caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba
a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.
Por
lo demás, decir que sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a
los pobres, no significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil;
significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que puede
beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia
de las obras de caridad, sino de asegurarles un fundamento seguro contra el
egoísmo y sus infinitas astucias.
San Pablo quiere que los cristianos estén
«arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea
la raíz y el fundamento de todo.
Cuando
amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro
corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El
actuar humano es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la
naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción
divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!
Fr. Raniero Cantalamessa OFM Cap. (Síntesis)
|
|
|
Primer
Anterior
2 a 2 de 2
Siguiente
Último
|
|
Excelente material, Nestor, gracias por compartirlo.
HÉCTOR |
|
|
|
|