El dolor -la dimensión física-, el sufrimiento -la dimensión emocional- y el silencio de Dios son cosas que siempre han sido difíciles de comprender para los seres humanos incluidos los seguidores de Jesús.
No estamos hechos para el dolor ni el sufrimiento. No forman parte del diseño original del Señor para la vida humana es, más bien, uno de los resultados del pecado, de nuestro deseo de vivir al margen de Él. Consecuentemente, nunca nos acostumbramos al mismo, nunca lo acabamos de aceptar totalmente y, en muchísimas ocasiones, aunque sea consecuencia directa de nuestras propias acciones nos parece injusto ¡Cuánto más si no es infringido por otras personas o por circunstancias ajenas! Como preocupación genuina o como excusa propicia, el dolor y el sufrimiento hacen que muchas personas se alejen de Dios o no se acerquen a Él.
El silencio del Señor no es más fácil de digerir, especialmente para aquel que sufre y lo hace, sea su percepción correcta o no, de forma injusta. El silencio de Dios puede sorprendernos en principio, angustiarnos después y llevarnos finalmente a una rebelión contra Él. Como el dolor y el sufrimiento el silencio del Señor es un auténtico misterio, entendiendo por misterio algo que va más allá de lo que nuestro cerebro puede procesar. Como dijo un científico, es una dosis excesiva de realidad.
El silencio del Señor es una realidad que no podemos negar. Ahora bien, silencio y desinterés no son sinónimos y sería equivocada pensar y afirmar que el silencio de Dios equivale a indiferencia, incomprensión y falta de preocupación por nosotros y nuestras necesidades.
Tenemos una equivocada teología de la prosperidad pero no hemos tenido la capacidad de desarrollar, o al menos es minoritaria, una buen teología del sufrimiento cuando la Biblia tiene más a decir sobre lo segundo que sobre lo primero. El silencio de Dios, como afirmaba antes, no implica el desinterés de Dios. Jesús está presente en nuestro sufrimiento sufriendo con nosotros de una manera real y, al mismo tiempo espiritual. Jesús siempre ha estado con el que sufre y aún más con el que padece de forma injusta. Porque el dolor que se le hace pasar al inocente es un dolor que se le hace pasar al mismo Jesús, que lo vive y lo experimenta a su vez como víctima y junto a la víctima. No en vano Isaías 53 nos dice que Él cargó con nuestros dolores y nuestras enfermedades.
Si no entendemos y reflexionamos sobre el Cristo sufriente que padeció por nosotros y con nosotros, entonces el silencio de Dios nos parecerá indiferencia, desinterés, despreocupación y puede, peligrosamente, llevarnos a la rebelión, la amargura y el resentimiento hacia Él.
por Felix Ortíz