Después de mucho resistirme y vacilar, una tarde que,
aunque brillaba en el cielo un sol espléndido, a mí me pareció oscura,
amenazante y preñada de presagios, comencé a acompañar a los enfermos del
hospital de rehabilitación Manuel Rocca, de Buenos Aires, no sin “temor y
temblor”. Tenía grandes dudas de que estuviera en condiciones anímicas y
espirituales de afrontar semejante compromiso. Yo solo me había “metido en la
boca del lobo”. Nadie me lo había propuesto ni sugerido. Al menos nadie que
hubiera dejado ver su rostro u oír su voz. Yo pensaba que aquella era una
decisión mía y por eso desconfiaba, porque contaba más con mis propias fuerzas,
que sabía escasas, que con la ayuda del Espíritu de Dios, que era –luego Él me lo
haría saber— quien, en verdad, me confiaba aquella misión y me iba a dar la
fortaleza para llevarla a cabo. ¡Cuánto me costó entender que las fuerzas de
que dispondría no eran mías!
Algunos días después del duro comienzo, quise confiar a
mi “Diario”, las primeras impresiones que esa labor iba dejando en mi espíritu.
Luego de mucho cavilar me di cuenta de que era tan fuerte el choque de
sentimientos que aquel contacto me había provocado, que no sabía por dónde
empezar, ni me iba a resultar para nada fácil expresarlo. Al cabo de un rato de
darle vueltas al asunto y escribir algunos pensamientos inconexos, decidí
posponerlo para una mejor oportunidad.
Siempre pensé que aquella oportunidad no había llegado
nunca, pero al releer aquel cuaderno algunos años después, un par de páginas
más adelante de aquellas pocas frases escritas aquel día, iba a encontrar, no sin algo de
sorpresa, un breve relato de ficción que había olvidado por completo -cuyo título
tomo para esta página- que me hizo entender que al fin el Espíritu me había
sugerido el modo de retratar fielmente, aunque por el camino de la metáfora, lo
que pasaba por mi alma en aquellos días. Te lo cuento, amigo/a, porque no deja
de ser una mirada de esa etapa de mi vida, y tal vez te sirva para entender
mejor los encontrados sentimientos que por entonces me embargaban. Sentimientos
que seguramente son compartidos por muchos de los llamados por Dios para ministerios
semejantes: «Consuelen, Consuelen a mi pueblo, dice vuestro Dios» (Is.40, 1)
El relato decía así:
«Perezosamente,
la tenue claridad que entraba por los cristales iba despertando a la vida, uno
a uno, los escasos enseres de mi cuarto.
Quise salir al
encuentro de la aurora que asomaba, porque sabía que con ella llegarías, pero
afuera estaba el frío y también los otros, los más pobres: los enfermos, los
sin techo, los desconsolados y desesperados. Ellos te necesitaban, y aún los
que no creían que vendrías, sin embargo, en algún rinconcito de su corazón guardaban
una migaja de esperanza.
El miedo me
paralizaba. Si pasaba entre ellos quizás hasta me confundieran con Vos, Señor,
y entonces me envolverían en sus necesidades, en su indigencia y su dolor. Tendría que
prestarles oído y darles de mi tiempo, y a lo peor, tal vez hasta me pidieran
afecto. Y yo estaba tan a gusto en mi refugio abrigado, en mi lecho tibio,
seguro, además, de contar con tu amor y tu predilección… De todos modos -pensé-
cuando llegaras me visitarías. Luego tendrías tiempo para ocuparte de los
otros. Pobres habrá siempre. Vos mismo lo habías dicho…
Te esperé
inútilmente, primero con impaciencia, luego con desencanto. Por fin, cuando el
sol ya estaba alto, molesto y contrariado, venciendo mis temores, resolví
correr el riesgo de salir a buscarte.
Me pareció que
afuera se respiraba un aire pesado y ominoso. Quería huir de las manos que se
tendían hacia mí, suplicantes, pero para poder alejarme de allí, tuve que pasar
por entre los que clamaban por ayuda, y los otros, los que la esperaban en
silencio, con un ruego expresado tan sólo en su mirada.
Muy a mi pesar,
pasé junto a uno de aquellos hombres quebrantados que susurró algo con los
labios apenas entreabiertos. En un acto reflejo, absolutamente involuntario, me
incliné para oírlo mejor, lo miré a los ojos… y supe con dolor que te había
encontrado».
Hasta aquí mi “Diario”.
Después de haber presenciado y compartido múltiples y
penosas situaciones durante muchos años en aquel hospital, me sorprende haber
retratado en un relato de ficción, tan temprana y fielmente lo que luego sucedería
ante mí con harta frecuencia mientras duró mi labor allí. Porque, habiendo
aceptado a regañadientes mi papel en aquellos dramas, sin embargo, no habría de
ser yo un mero espectador. No ocurrirían frente a mí, solamente, sino que me
involucrarían, calando honda y dolorosamente dentro de mi corazón. Y, si
Cristos en la Cruz eran ellos, Él me había escogido para Cireneo.
Esto me confirma
que, en verdad, sólo el Espíritu Santo de Dios pudo entonces guiar mi pluma. Y por
supuesto, sólo Él pudo sostenerme aquellos años en esa tarea.
Claro que no todas las experiencias aquellas fueron
halagüeñas, pero casi siempre me dejaron un “gusto a Dios” en el corazón. Aun
las negativas, porque me “curtieron el cuero”, como diría el criollo.
El hermano Héctor vuelve hoy a animarme a contar algunas
de esas historias, y no puedo negarme, porque ellas pugnan siempre por escapar
del cofre de los recuerdos con ansias de levantar el vuelo y contagiar a los
hermanos su gozo y gratitud al Dios de las misericordias.
Más adelante me propongo relatarte uno de las primeras y
más fuertes experiencias, con que el Espíritu quiso enriquecerme en aquella
época del “ministerio del alivio” en el hospital.
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