«Ahora me
alegro de poder sufrir por ustedes,
y
completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo
para bien
de su cuerpo, que es la Iglesia»
(Col
1,24)
«—¡Estoy desanimado!
Son muchos años sufriendo. ¿Tanto mal habré hecho para tener que pagarlo con
tan terribles dolores?
—¿Usted cree que
Jesucristo habría hecho mucho daño, para tener que "pagarlo" con la
Cruz?
—Pero Él… Él era
Dios... yo soy sólo un hombre...
Los ojos del
hermano se bañaron en lágrimas y yo, turbado y conmovido, sólo atiné a decir:
San Pablo dice: «Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo».
Creo que no supe o no pude decirle más.
Después de
acompañarlo un rato me fui, con el corazón oprimido, y le dejé la promesa de
orar por él, que no acertaba a hacerlo por su estado de dolor y desaliento.
Aquel hombre, después de trece (¡!) operaciones, seguía postrado y llagado, y
sin perspectivas de mejoría.
Caminé hasta la
parada del colectivo. Llevaba el paraguas cerrado en la mano, sin darme cuenta
de que la lluvia había arreciado y me estaba empapando.»
Hasta aquí una nota de mi viejo “diario”. Mis inicios
como ministro del alivio en el hospital de rehabilitación, me estaban marcando
con dureza. No sé si oré intensamente, pero sí ansiosa y frecuentemente por
aquel hermano angustiado, doliente y deprimido. Aquella noche me costó
conciliar el sueño. Intermitentemente oré por él. Más que con palabras, con el
dolor de mi corazón conmovido, que una y otra vez lo ponía en manos del Padre
de las Misericordias.
Aún hoy, más de veinte años después, la escena de aquella
tarde me causa una gran emoción y me duele como si acabara de vivirla. Luego de
aquella tarde, muchas veces oramos juntos con Alfonso, y hablamos de Dios en
Cristo. Nos fuimos adentrando en su misterio.
Después de un par de años, lo trasladaron a un hogar en
el gran Buenos Aires. Allí lo visité varias veces, y cuando dejé de verlo,
Alfonso, había encontrado la paz. Él era un hombre joven aún, y todavía lo
embargaban ilusiones, y Dios lo había compensado por entonces, ofreciéndole el
cariño de una mujer de su edad, que, además estaba postrada en una situación de
salud similar a la suya, brindándoles a ambos la alegría de un amor de
compañerismo y solidaridad.
Uno de aquellos días, desde algún lugar en el fondo de mi
ser, sentí que estallaba como un brevísimo y deslumbrador relámpago, y tras él,
tan tímida y calladamente como un renuevo de acacia o de ciprés, nació en mi
mente una pregunta: ¿no será éste, acaso, el Cristo?, ¿No será Cristo en
persona mi hermano sufriente, sin metáforas ni alegorías? ¿No será tal vez el
lecho de Alfonso la Cruz? ¿No serán esos hierros horribles que tiene Luis
incrustados en su espalda, aquellos clavos fríos y crueles que lo sujetaban de
pies y manos al duro madero? Acaso los pasos inseguros de Jorge, sean los pasos
vacilantes y torpes de mi Hermano Jesús cargando la Cruz. ¿No serán quizás los ojos del Señor,
que perdonaban, los dulces y amables ojos del querido Humberto, que sólo
con ellos puede manifestar su ‘si’, su ‘no’, y mansedumbre y amor, y la alegría
y el dolor que su voz no puede expresar?
Por supuesto que los dolores de Cristo en la Cruz son de
un valor infinito. Más que suficiente para redimir a un millón de mundos. Esto es doctrina cierta e innegable. Sin embargo, creo que, talvez, en su también infinita
sabiduría y misericordia, Él quiso hacernos un lugarcito para que
participáramos en la tarea de la salvación, y así como, por la Encarnación, Él se
asoció a nuestra condición humana, habría querido asociarnos a nosotros, en
nuestra pequeñez, a su misión redentora.
El Verbo se había empeñado en ofrecer al Padre una
condigna ofrenda, a cambio de que a sus hermanos les crecieran alas para volar
al cielo en lugar de las cortas extremidades con que reptaban por la tierra, y
en su empresa quizás quería asociarnos a nosotros. Como socios minoritarios,
claro. Tal vez con sólo un par de acciones en “su empresa”. De todos modos,
ofrecerle la obra de su entero Cuerpo Místico cuya cabeza es Él.
Si, como pienso, los pobres, enfermos y angustiados son
hoy parte del Cristo sufriente y redentor, —“La Carne de Cristo”, en palabras
del papa Francisco— creo que puedo concluir que cuando uno sufre, sufrimos
todos, y cuando consuelo a un dolorido, consuelo a Cristo que es uno con su
Cuerpo, y por eso consuelo a la Iglesia entera, una y solidaria. Quizás al
mundo.
Todos y cada uno nos identificamos con Cristo en el dolor
y en la tarea redentora. También en el amor, ya que difícilmente podamos
asemejarnos más a Dios, que es amor, que cuando amamos pura y santamente. Con
amor verdadero; amor de caridad.