Vivió una vida extraordinaria. Fue el único de los apóstoles que murió de avanzada edad y por causas naturales. Hablo del apóstol del amor: Juan, hermano de Jacobo e hijo de Zebedeo.
Juan fue parte del círculo íntimo de Jesús y tuvo un papel importante en la iglesia primitiva. En sus escritos menciona más de ochenta veces la palabra “amor”, y sus contemporáneos dieron testimonio de que fue un hombre cuyo mensaje apelaba constantemente al amor por el prójimo. Y era un apasionado por la verdad.
Sin embargo, este gran hombre de Dios, comprometido con la verdad y mensajero del amor, no fue siempre así. Tuvo que aprender a equilibrar lo que creía sobre la verdad y cómo aplicarla.
El discípulo intolerante e inmaduro
Para nosotros es común hablar de Juan como el gran apóstol y fiel discípulo del Señor, capaz de tener un lente impresionante para describir varios episodios de la vida de Jesús en su Evangelio, conocer lo suficiente a la iglesia como para hablarle directo al corazón en sus cartas, y a la vez, en medio del sufrimiento, traer esperanza por medio de la revelación de los eventos futuros en Apocalipsis.
Sin embargo, en su juventud no era el hombre que observamos en la isla de Patmos, ni aquel pastor de la iglesia de Éfeso y supervisor de las iglesias del Asia Menor. Mucho menos el “apóstol del amor”.
La descripción de las características del joven discípulo en los Evangelios es sorprendente. Las pocas veces que interviene se le ve, junto a su hermano Jacobo, comportándose como intolerante, violento, intransigente, ambicioso, extremista, y desequilibrado.
Juan muestra estas malas cualidades varias veces, como cuando deseó consumir con fuego del cielo a los samaritanos que no quisieron recibir a Jesús cuando se dirigía a Jerusalén (Lc. 9:53-54), o cuando trató de hacer tráfico de influencias al enviar a su madre a pedirle al Señor posiciones privilegiadas (Mt. 20:20-22; Mr. 10:35-38). En otro relato, Juan le confiesa a Jesús que había visto a uno ministrando en su nombre y se lo prohibió, mostrando una actitud sectaria (Lc. 9:49).
Todos nosotros corremos el riesgo de caer en la trampa donde, debido al deseo por defender la verdad, nos olvidamos del amor.
Juan era un apasionado por la verdad desde el principio. Quizá querer estar cerca del corazón de Jesús sea un reflejo de su deseo por conocer cada palabra que salía del Maestro. Pero su mayor fortaleza lo había llevado al fracaso. Por ello, se le ve siendo intolerante y juicioso. Su problema era la falta de equilibrio, lo que le causó muchos problemas. Era una grieta de carácter que debía ser transformada.
El Dr. John MacArthur nos dice al respecto:
“Una persona fuera de equilibrio es inestable. La falta de equilibrio en el carácter de un individuo es una forma de intemperancia. Es falta de autocontrol. Y eso es un pecado en sí mismo. Por eso es peligroso empujar algún aspecto de la verdad o una cualidad de carácter al extremo”.[1]
Todos nosotros corremos el riesgo de caer en esa trampa donde, debido al deseo por defender la verdad, nos olvidamos del amor y nos volvemos intolerantes, extremistas. Esto resulta muchas veces en daños y enemistades, y en una mancha para el evangelio.
La transformación de Juan
A pesar de las grietas en su carácter, Jesús no dejó a su discípulo amado —a quien también llamó “hijo del trueno” (Mr. 3:17)— en ese estado de carácter fallido. Juan estuvo con el Maestro por tres años. Durante ese período, Cristo trabajó su carácter. La exposición de Juan al evangelio surtió el efecto preciso. Fue santificado no solo al conocer el mensaje del evangelio, sino al verlo en persona (Jn. 1:14). Su vida cambió.
Ese corazón ambicioso y egoísta, impaciente y desequilibrado, fue transformado por Aquel cuya sangre fue derramada en la cruz ante los ojos del mismo discípulo.
De hecho, colgado en la cruz, Jesús delegó en manos de Juan la responsabilidad de cuidar a su madre, dándole un voto de confianza, sabiendo que extendería a ella el amor que él había recibido (Jn. 19:26).
Al comienzo, Juan era el candidato más improbable para ser llamado “el apóstol del amor”. Sin embargo, logró el equilibrio. Su segunda carta (2 Juan) nos da un vistazo de su aprendizaje. Se dirige a la señora elegida y a sus hijos así: “a quienes amo en verdad” (v. 1), “a causa de la verdad” (v. 2), rogando que “nos amemos unos a otros” (v. 5).
El Reino requiere gente apasionada, osada, y comprometida con la verdad. Pero se necesita el equilibrio del amor
Se cuenta que, ya siendo anciano y sin capacidad para moverse por sí mismo, mantenía en sus labios el mensaje: “Ámense unos a otros”. Y cuando le preguntaban por qué repetía lo mismo, respondía que eso era suficiente para cumplir con el mandato del Señor.[2]
Lo que aprendemos de esto
La actitud de Juan en sus inicios me recuerda a muchos de nosotros que, en nuestra juventud, cometimos el error de tener un desequilibrio entre la verdad y el amor. Por ejemplo, hoy muchos han abrazado la nueva reforma y las doctrinas de la gracia pero, tristemente, no siempre manifiestan gracia al comunicar la verdad de esas doctrinas. Esto es un pecado del que debemos arrepentirnos.
El Reino requiere gente apasionada, osada, y comprometida con la verdad. Pero se necesita el equilibrio del amor, puesto que este no hace nada indebido. El amor refleja humildad, espera con paciencia, es pronto para perdonar, y no guarda rencor (1 Co. 13).
Por lo tanto, la vida transformada de Juan nos brinda un gran aliento y estímulo al recordarnos que Dios completará su propósito en nosotros (Fil. 1:6) y formará el carácter de su Hijo en nuestras vidas (Ro. 8:29).
Cobra ánimo y sigue cultivando tu carácter, sometiéndote a Cristo, y preparándote para vivir y proclamar el evangelio mejor. Confía en Aquel que transformó a un hombre común en uno que terminó su vida glorificándole hasta la muerte. ¡Gloria a Dios por su poder para transformar a los “hijos del trueno” en personas centradas en el amor de Cristo!
[1] John MacArthur, Doce hombres comunes y corrientes, capítulo 5.
[2] Comentario Bíblico de William MacDonald.