Toda la vida de José se resume en Génesis 50:20: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien”. El adolescente que conocemos al comienzo de la historia tiene ahora más de cien años. Su vida está terminando, y se está dirigiendo a sus hermanos engañadores. Sus acciones, al venderlo a la esclavitud, no eran más que malintencionadas por completo. No se puede disminuir su maldad solo por saber que las cosas no sucedieron cómo podrían haber sucedido. La verdad es que Dios invalidó sus acciones malvadas para lograr un propósito que ni ellos ni José pudieron haber entendido. Dios trajo lo bueno del mal. En las palabras de la Confesión de Westminster, Dios en su providencia “defiende, dirige, dispone, y gobierna todas las criaturas, acciones, y cosas” para lograr un plan soberano ya predeterminado (5.1).
Esto Dios lo logró a través de una variedad de acciones. El descenso de José a la esclavitud, seguido de una falsa acusación de violación que resultó en un largo encarcelamiento, resultó en un espiral descendente hasta el fondo. Su vida difícilmente podría haber sido peor. Solo ahora podía José mirar hacia atrás y ver la mano de Dios. Pero esto solo desde el punto de vista de lo que Dios había logrado: asegurarse que un heredero de las promesas del pacto estaba en la posición más poderosa en Egipto, en un momento en que el hambre envolvía a Canaán, para que sobreviviera la familia del pacto.
No importa cuán oscuro lleguen a ser las cosas, su mano siempre tiene el control.
Esta cita del puritano John Flavel se ha dicho con frecuencia: ¡la mejor manera de leer la providencia es como el hebreo, al revés! Solo entonces es posible rastrear la mano divina en el timón que guía al barco del evangelio a un puerto seguro. No importa cuán oscuro lleguen a ser las cosas, su mano siempre tiene el control. O como escribió el poeta William Cowper:
“No juzgues al Señor sino confía en su gracia; detrás de su providencia, que parece fruncir el ceño, Él esconde una sonrisa. Sus propósitos se llevarán a cabo, desplegándose cada hora. Podrá saber amargo, pero la flor es dulce”.
La providencia tiene que ver con asuntos más amplios que simplemente nuestra comodidad o ganancia personal. En respuesta a la pregunta frecuentemente dicha en tiempos de dificultad: “¿Por qué a mí?”, la respuesta es siempre: “¡Por ellos!”. Él nos permite sufrir para que otros sean bendecidos. José sufrió para que sus hermanos, que no lo merecían, recibieran bendición. En su caso, esto significaba mantenerse vivo durante un tiempo de hambre y ver reafirmadas ante sus ojos las promesas del pacto hechas a su padre, abuelo y bisabuelo.
¿Qué crees que pasó por las mentes de esos discípulos que llevaron el cuerpo de Esteban empapado de sangre para su entierro? ¿Se decían a sí mismos: “¡Qué desperdicio! ¿No podría Dios haber salvado a este hombre piadoso para ser útil a la iglesia en su momento de necesidad? ¿Se preocupa Dios por nosotros?”. En hacer estas preguntas habrían estado mostrando una falta de visión que es en parte incrédula. No habrían estado considerando los propósitos de Dios si hubieran hecho preguntas así. Porque allí, a los pies del cadáver de Esteban, se encontraba un hombre sobre el cual la muerte de Esteban tuvo el impacto más profundo. Al oír la voz de Jesús acusándolo de perseguir al Mesías de Dios, Pablo aprendió lo que podría decirse que es su rasgo más característico: que cada cristiano está en esa unión espiritual con Cristo, ¡que perseguir a uno de sus pequeños es perseguir a Jesús mismo!
José aprendió, primero que nada, que lo que le sucedió a él personalmente era parte de un propósito más grande en el cual se revelaba el plan de Dios.
¿Y cuáles fueron los propósitos detrás del sufrimiento de José? Al menos dos se nos dan en los capítulos finales del Génesis: el primero a nivel microcósmico y el segundo a un nivel macrocósmico. José aprendió, primero que nada, que lo que le sucedió a él personalmente era parte de un propósito más grande en el cual se revelaba el plan de Dios. En ese caso, no podía guardar rencor contra sus hermanos, sin importar lo mal que se habían comportado. Es cierto que debían reconocer su pecado y confesarlo, y esto explica la larga manera en que José finalmente les revela que es su hermano, haciéndoles creer que le habían robado a un príncipe de Egipto. Dios lo había usado como un instrumento en el crecimiento espiritual de sus hermanos, y José parece entender eso, demostrado en su completa falta de rencor contra ellos.
Pero en segundo lugar, y de manera mucho más grande, José comienza a aprender la respuesta a la pregunta: ¿cómo se cumplirán las promesas hechas a Abraham? En cierto nivel, la escena final del entierro de Jacob en Canaán, a la que asistió un séquito enorme de egipcios, parece una manera curiosa de terminar la historia de José. Pero es parte integral de la historia. ¡Al final, los egipcios están rindiendo homenaje a la familia de José! Cuando Jacob le dice a su hijo: “En el sepulcro que cavé para mí en la tierra de Canaán, allí me sepultarás” (Gn. 50:5), él está pensando en la promesa que Dios le había dado a Abraham sobre una tierra, ¡una tierra que en ese momento no poseían además de ese cementerio! Al final del Génesis, el pueblo de Dios no está cerca de poseer Canaán. Van a pasar cuatrocientos años en cautiverio en Egipto. Pero en el entierro de Jacob hay un atisbo de lo que vendrá. Dios no ha olvidado su promesa. Él nunca lo hace.
Derek W. H. Thomas es el ministro principal de la Primera Iglesia Presbiteriana en Columbia, Carolina del Sur, y un docente en Ligonier. También es Profesor Robert Strong de Teología Sistemática y Pastoral en Reformed Theological Seminary en Atlanta.