“¿Quién puede discernir sus propios errores? Absuélveme de los que me son ocultos”, Salmo 19:12.
Es difícil admitir nuestros errores en un mundo que está obsesionado con la superación personal, con cultivar la imagen, y edificar una plataforma. Admitir un error es casi un suicidio, debido a que este puede dictar cómo seremos percibidos el resto de nuestras vidas.
Sin embargo, aceptar un error nos lleva a crecer y a madurar, aunque sea un riesgo que no todos están dispuestos a tomar.
No obstante, el versículo habla de otra situación más complicada: admitir los errores “que nos son ocultos”. Pero, ¿cómo puede uno admitir los errores que no ve? ¿Cómo puede uno crecer y madurar, o evitar las consecuencias, si ni siquiera existe una noción de ellos?
Muchas veces lo que para nosotros es difícil de ver, para otras personas es muy evidente. Y preguntarles qué cambiarían de nosotros, invitándoles a ayudarnos a ver lo que nosotros no vemos, es casi imposible por el nivel de vulnerabilidad en el que nos deja.
Solo una persona segura de sí misma puede enfrentar una experiencia así. Una persona segura de su identidad y valor en Cristo. Una persona que puede ver y reconocer con objetividad sus errores, sin ser aplastada por ellos.
Solo Dios puede lograr en nosotros una obra así: ayudarnos a ver lo que no vemos, y al mismo tiempo, darnos un valor e identidad en su Hijo.
“Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno”, Salmo 139:23-24.
Las buenas noticias para ti y para mí son que, gracias a la obra que Cristo hizo en la cruz al morir en nuestro lugar y a nuestro favor, podemos experimentar una “lupa divina” cuando Dios, a través de su Espíritu, Palabra, y nuestros hermanos en la fe, nos examina, nos confronta, y nos transforma a la imagen de su Hijo.
Piensa en esto y encuentra tu descanso en Él.
Juan Marcos Gómez