Los caminos del enfermo hacia
el amor
Durante los años en que me fue ofrecido el regalo y la dicha
de brindarme en el ministerio del alivio; servicio pastoral hospitalario, fui
descubriendo los diversos caminos que la gracia imagina, para llegar al corazón
de los hermanos que, muy a su pesar,
“aterrizaban” en una cama del aquel viejo hospital, ya sea por haber sufrido un
accidente, ya por lo que se conoce como accidente cerebro vascular (ACV) o
algún otro padecimiento que, en todos los casos, les impedía, por lo
menos, movilizarse o valerse por sí
mismos.
Así me fue dado percibir distintas
etapas por las que suelen atravesar aquellos hombres y mujeres que, en su
mayoría, han pasado, casi siempre de un instante para el otro y sin transición,
de poseer un absoluto dominio de su cuerpo con un estado de salud plena o
bastante buena, a otro en el cual no pueden atender a sus propias necesidades
básicas, y en algunos casos ni siquiera expresarse.
Al comienzo de su enfermedad, en
numerosos casos, el enfermo no permite que lo alcancen ni el testimonio de la
fe, ni la Palabra de Dios que el servidor pretende transmitirle, y no pocas
veces, ni aun el afecto que intenta brindarle. Y se revuelve lleno de rencor en
su castillo interior, como un prisionero en su celda de castigo. No pocas veces
fui rechazado por enfermos que recién llegaban de la calle con su pesada carga
de dolor y de resentimiento. Algunos, no sólo rechazaban las palabras de
aliento, sino hasta mi propia presencia al lado de su cama. Al parecer, en mí
veían ellos la delegación del Dios “culpable” de todos sus males. Y en más de
un caso me lo hicieron saber.
Hubo quienes jamás aceptaron su suerte.
Se enfrentaban duramente con Dios y con la vida, y no permitieron el acceso a
su prisión blindada y sellada por dentro. ¡Enorme misterio el de la libertad
del hombre! Por cierto, fueron los
menos, gracias a Dios. No obstante, confío y oro porque el Espíritu Santo los
alcance un día con su gracia y logre conmoverlos.
Otros en cambio, poco a poco fueron
cediendo en sus defensas y terminaron por capitular. La compañía y el afecto
que los hermanos les brindaban —amor humano con chispazos de cielo—, habían ido
horadando lentamente el blindaje, y un buen día los muros se derrumbaban y el
sol asomaba en el horizonte.
Amparada en el afecto humano; mimetizada
con él, entra de puntillas su Majestad la Esperanza. Primero llega la expectativa
de la mejoría física; cuando ella se afirma por fin en el enfermo, la batalla
puede darse por ganada. La batalla por la vida, y en muchos casos el comienzo
del camino hacia la fe y el amor verdadero. Porque, aunque con frecuencia la
cura física no se produce, o -la mayoría de las veces- ocurre sólo parcialmente
dejando duras limitaciones, la esperanza sigue haciendo su obra callada en el
alma.
Debo hacer la salvedad de que, de los
sentimientos que hasta aquí he mencionado, el afecto es el único que depende
del agente pastoral o ministro del alivio, o aún del familiar o el amigo que
acompaña al enfermo. Éste es un sentimiento puramente humano, bellamente
humano, sin dudas sostenido y alentado por la fuerza del Espíritu Santo. La fe
y la esperanza, y sobre todo el definitivo amor a Dios en que ambas, asociadas,
con frecuencia desembocan al final del proceso, son virtudes infundidas por
Dios en su alma. De esta acción del Espíritu he solido ser, meramente, un
espectador admirado y deslumbrado, además de agradecido.
Quiero contarte aquí el episodio de
Sergio, un muchacho de unos treinta años a quien durante largo tiempo acompañé en
su rehabilitación –por cierto, muy escasa en lo físico.
Cuando entramos en confianza, me dijo
que no estaba bautizado, y durante varios meses lo vi crecer en su interés y
entusiasmo por Cristo en nuestras conversaciones, y lo ayudé a prepararse para
recibir el bautismo que el Padre Luis le administró en la capilla del hospital,
ante la unción y la alegría de gran cantidad de enfermos y visitantes. Seguí
llevándole la comunión regularmente y orando juntos, hasta que una tarde, al
entrar en la sala, donde estaba sentado en su silla de ruedas y acompañado por la
mamá, me saludó con una amplia sonrisa.
—¡Hola Néstor -me dijo- me voy a casa!
-—¡En buena hora, Sergio, y gracias a
Dios! -dije, correspondiendo a su sonrisa-. Estoy seguro de que volvés
enriquecido como ser humano por la experiencia vivida. ¿No te parece?
Entonces Sergio me dio una de las
respuestas más luminosas y conmovedoras que he escuchado en mis años de
ministro del alivio, y aún diría que de discípulo comprometido con la
trasmisión de la esperanza en Cristo:
—¿¡Cómo!? ¡Soy el paralítico más feliz
del mundo! Yo caminaba, pero era un muerto en vida. Ahora estoy vivo. ¡Tengo a
Dios!
¡Regalos que el Señor nos hace de vez en
cuando! Al recordar estas cosas, me
siento como el burro de la fábula. Creo que esos regalos son la zanahoria que
Dios nos pone ante los ojos para que caminemos tras ella con renovadas fuerzas
y determinación. Para que sigamos animosos en la tarea que Él nos confía, de
consolar y anunciar la Buena Noticia a todos los hombres, empezando por los más
pobres y necesitados. ¿Y quién es más necesitado que quien no tiene salud, y
más pobre que el que no tiene esperanza?