Una carta a mi Amigo
Quiero compartirte esta “carta” que
escribí en mi diario una mañana de oración. No es precisamente una ilusión, sino la expresión de un deseo ferviente de mi corazón enamorado.La carta decía así:
“Querido Amigo:
saber de tus andanzas por aquellas tierras consagradas por el paso de tus pies
doloridos y, seguramente, a menudo ensangrentados por las duras caminatas;
aquellas andanzas que me refieren tus otros amigos -los de entonces; los de
siempre- me llena el corazón de sueños. ¡Me hubiera gustado tanto andar tras de tus huellas por aquellos caminos polvorientos!… Oír tu voz en los fogones del
fin de las jornadas, contándonos anécdotas de tu niñez y adolescencia; tus
recuerdos de Familia, los ejemplos que recibiste… Y también comentar y explicarnos las enseñanzas que impartías, con frecuencia en parábolas y
ejemplos que sólo podían comprenderse con el corazón abierto y entregado,
porque para los que no lo vivieran así estaba escrito: «Se cegaron sus ojos y se endureció su corazón1».
Cuánto hubiera
deseado participar de esas largas tenidas en casa de Lázaro, Marta y María,
donde tu alma se abriría como un jazmín en primavera, inundando de perfume
nuestras vidas; donde tu palabra enamorada nos contaría los portentos de amor
que encierra el corazón del Padre. Ser testigo de tu completa y verdadera humanidad cuando lloraste por tu amigo. Y de tu inmenso poder sobre la muerte
cuando lo devolvías a la vida.
¡Y aquella
noche en casa de Saqueo! Cuando el sacramento de tu mirada le alcanzaba el
perdón por sus embrollos y lo volvía a la senda… Ser testigo de su gratitud y
su arrepentimiento.
¡Qué no hubiera
dado por presenciar aquella escena en la que anunciabas la Buena Noticia, y de
pronto viste abrirse una hueco en el techo, y bajar entre varios amigos a un
paralítico en su camilla! Ser testigo de tu asombro ante tamaña osadía y fe de
aquellos hombres pobres y sencillos. Y de tu poder desplegado sin vacilar, perdonando primero sus pecados –que es lo que más te aflige de tus hermanos,
los hombres, porque los lleva lejos de Dios- y luego cerrando la boca de tus
enemigos; los enemigos de La Verdad, devolviéndole la salud del cuerpo, para
mostrarles a ellos (y a nosotros), que el Padre te dio «todo poder en el cielo y en la tierra»2. También el de
perdonar los pecados, restaurando la salud del alma.
Me hubiera
gustado estar en el templo, viendo desde atrás de una columna cuando escribías
en la tierra, y los hombres “observantes de la Ley” comenzaban a recular para
ponerse a salvo de tu mirada. ¡De tus ojos! ¡Con lo mucho que querría yo poder
verlos y reflejarme en ellos, aunque sea un solo instante!... Y luego cuando perdonabas a la adúltera sus felonías, me hubiera gustado ver sus lágrimas de
dolor y felicidad, y presentir su arrepentimiento. Verte de rodillas, lavando
los pies de tus amigos, cuando ya “había llegado la hora de tu supremo ejemplo y sacrificio.
¡Qué no daría
yo por haber saboreado el pan partido por tus manos, y bebido el vino de tu
misma copa, tibia aún por el calor de tus labios!
Pero creo que,
sobre todo, hubiera querido guardar en mis oídos y en mi corazón el timbre de
tu voz, que se hacía duro a veces para reprochar a tus paisanos su cerrazón, o
para echar del templo a los mercaderes y cambistas, y hasta a Pedro, que en mi
nombre –en nuestro nombre- pretendía tergiversar tu destino animándote a ser,
aquí en la tierra, un salvador triunfante y glorioso. Esa voz, que otras veces
se dulcificaría hasta el infinito para hablarnos de las misericordias que
cobija el corazón del Padre, y son compartidas por el tuyo, que tiene con Él
una absoluta unidad de intenciones, de amor y de esencia.
Y acompañarte
después con tu Madre y con Juan, al pie del patíbulo en el que mis pecados iban
a darte la muerte sin que vos te opusieras, porque con ella estabas dando un
golpe de muerte a mi propia miseria. ¡Vos te entregabas a la Cruz para que a mí
me crecieran alas para llegar hasta el Cielo!
Y -¡por
supuesto!- hubiera querido compartir al fin con tus amigos la sorpresa y la
alegría de tenerte otra vez en nuestra mesa, como antes. Y verte luego regresar
al Padre para decirle: “Abbá (Papito) ¡Misión cumplida!”.
Ya que sé que
este deseo es un puro sueño, pero quisiera poder verte, al menos (¡!) como
Pablo en su ceguera, con los ojos del espíritu, y ver el mundo, la Iglesia y
los hombres, como Vos los ves. Creer muy fuertemente y descubrir, con ojos de
esperanza, tu presencia en la historia, sabiendo sin embargo que el Príncipe de
este mundo aún tiene poder para someter a los que no te siguen de cerca, y que
el Mal seguirá dando coletazos en la tierra hasta que vuelvas.
Amigo, dame
fuerza y convicción para ser tu mensajero ante el mundo; dame el coraje de
abrir mi corazón y brindarme a los -hermanos como vos lo hiciste –que, sin
dudas, eso es seguirte bien de cerca-, a sabiendas de que, junto a vos, no hay mal
que pueda con nosotros, porque «Si Vos estás con nosotros, ¿quién podrá contra
nosotros3».
Hasta cada
instante. Con amor, tu amigo
Néstor”
Espero con ilusión que esta carta no enviada, haya llegado a manos del Destinatario.
Cuando nos veamos, Él me lo habrá de confirmar, aunque quizás lo haga antes. Si
te sintieras identificado con estos sueños míos, no dudes en añadir tu firma al
pie, y aun tus propias palabras. Esas que sé que te brotan del corazón.
____________________
1:
(Is 6, 9) 2: (Mt 28,18) 3:
(Cf Ro 8,31)
N.d.A.: las citas no figuraban en la carta original, porque el Destinatario seguro las conocía...