Hace unos días, el hermano Héctor subió un mensaje de G.
Bedrossián -¿Me las sé todas?-, que
comenzaba con una frase del pintor Francisco de Goya a sus 80 años: “Todavía
estoy aprendiendo”. Hoy quiero retomar el tema contándote mi propia experiencia
al respecto.
Uno llega a ser tan viejo... (tengo 81) y siempre niño en las cosas de
Dios. Siempre empezando. Siempre tratando de aprender un poco. A veces me digo:
estoy como al principio, como hace más de sesenta años: apenas un principiante.
Sin embargo, sigo intentando con ganas de crecer, de acercarme un poquito más,
con humildad. Habiendo aprendido ya lo poco que valgo, lo poco que puedo, lo
poco que soy —sobre esto sí que aprendí—, espero que mi Padre se compadezca de
mi pequeñez, y me reserve un lugarcito en su casa. En un tiempo aspiraba a un
asiento en las primeras filas de la platea. Creía que podría llegar a
merecerlo; ahora que entendí que “mis” méritos son solamente suyos, tan sólo
espero un rinconcito en “la cazuela”. (Diría en “el paraíso”, sino fuera porque
temo que, por homonimia, suene pretencioso). ¡Ah! y por supuesto, con entrada
de favor; boleto de misericordia.
En verdad, lo que sí creo haber entendido definitivamente, es que los
progresos espirituales, todos, son
obra exclusiva de la gracia. Lo único que nosotros tenemos que hacer es prestar
atención a sus impulsos para abrirle el corazón y tratar de obrar en
consecuencia.
Si siempre hubiera actuado así, a esta altura de mi vida ya debería
tener un mayor grado de oración. En vez de eso, siempre me veo en el primer
escalón, siempre pidiendo, siempre exclamando como un náufrago en su bote
salvavidas: "Señor, tené piedad de mí, que soy pecador", "Jesús,
te amo, aumentá mi amor y mi fe", “Hacé que sea un cristiano según tu
corazón”. Y tratando de rumiar el Evangelio; de entender mejor su Palabra. Pero
de oración contemplativa en serio: de anclar frente al sagrario o simplemente
en soledad, y estar ratos largos con Él, sólo contemplándolo o dejándome mirar
por Él; abriéndole el corazón a su mirada sanadora… de eso, bien poco.
Con frecuencia atravieso períodos de “sequedad o desierto”, en los que
la oración se me vuelve difícil, y temo que no pueda vivir el amor hasta el
final si no lo alimenta adecuadamente la oración. ¿Cómo podré recibir la gracia
de la perseverancia si no me conecto en serio con Dios; si no me hago íntimo de
Él? Aunque a veces —en tren de pensar en
positivo—, se me ocurre que quizás mi oración —al menos en parte— pase por
escribir cosas que me exigen contemplar el misterio bien de cerca. El misterio
de mi vida, de la de mis hermanos, y también, el enorme misterio del amor de
Dios. Misterios que a veces me sorprenden con el rostro empapado en lágrimas. Y por favor, no vayas a creer que esto sucede
porque soy un místico, ni porque tenga graves revelaciones. Sólo soy un llorón.
A veces descubro cosas simples que durante años se me han pasado por alto, y
entonces mi corazón no puede menos que inflamarse en acción de gracias y
alabanza.
Una cosa comprendí y otra espero en los tramos
finales de esta carrera: comprendí que Dios valora más el corazón del hombre
que su inteligencia: «Te alabo Padre (…) por haber ocultado estas
cosas a los sabios y prudentes, y haberlas revelado a los pequeños» (Mt 11,25). Esto es: que valora más los sentimientos que los
pensamientos; amar que saber. Dice
San Agustín «Quien no
ama, cree en vano, aunque las cosas en que cree sean verdaderas».
Claro está que se trata de amar y obrar en consecuencia, de lo contrario el
amor no es verdadero.
Creer, amar, obrar: tres verbos que se
encadenan inseparablemente en una vida cristiana. Los pensamientos se
manifiestan con palabras, los sentimientos se expresan en las acciones. Por eso
no pido para mí un amor sentido, sino vivido; eficaz. Al menos de ahora en
adelante.
Espero que
el Padre Misericordioso no mire mis pecados sino la fe de la iglesia. De toda
la Iglesia, que es mucho más que mi propia comunidad. De toda la Iglesia, que
es la comunión en la fe de los que creemos que Jesús es nuestro Salvador, y lo
amamos. Y me conceda cobijarme en ella, perdonando mis ingratitudes y mi
desamor, como al hijo pródigo. Yo sé muy
bien que, si Él quiere, puede salvar todos los obstáculos y darme lo necesario
“per saltum”, sin esperar a que yo tienda el puente. Y si desea o permite que
viva en “sequedad” o “desierto” hasta el final de mis días, con tal de que me
dé la inquietud y la luz para seguir hurgando en su palabra y aun en mis
convicciones y sentimientos —que desde muchacho estuvieron bañados y revestidos
del amor a Jesucristo—, he decidido seguir dándole gracias y alabándolo hasta
entonces. Yo sé que no habrá oscuridad ni desierto en la mesa de Cristo. Allí
se hará la Luz total y definitiva. Lo sé bien.
Tengo la
ardiente esperanza de que eso ocurra, y Jesús me haga un lugarcito por allí
cerca. Aunque sea en un ranchito “de
paja y terrón”. ¡Vamos!: una taperita, pero no muy lejos de Él.
«En la casa de mi Padre hay
muchas habitaciones;
[…] Yo voy a prepararles un
lugar.
Y […] volveré otra vez para
llevarlos conmigo,
para que donde Yo esté, estén también
ustedes».
Jn 14, 2-3