Leyendo un libro: ‘La imagen de Jesús, el Cristo, en el N.T.’, de Romano Guardini, (uno de los más importantes teólogos católicos del siglo XX, llamó mi atención –entre otros- el párrafo que consigno a continuación: 

El Dios-hombre no trae la luz, sino que brilla Él mismo. Cristo no muestra el camino, sino que su persona es lo único recto en la confusión del mundo, y guía al que confía en Él. El Señor no anuncia la verdad, sino que su propio ser viviente es la verdad, la sola verdad esencial y sin embuste.
Creer en Cristo significa entrar en Él. Cristo atrae dentro de sí a los suyos. [...] Creer en Cristo significa vivir en Él como en la verdad esencial, en la esencialidad y orden divinos. Creer en Cristo quiere decir entrar en la circulación de su sangre y en la corriente de su alma. Latir con Él, crecer por Él, obrar por Él.
Este Cristo lo es todo. No trae, no da: es.
 
Tratando de entender estos conceptos, pude anotar algunas ideas que el mensaje generó en mi mente, y ¿por qué no? En mi corazón.

Cristo no me alumbra desde afuera, desde lo alto, como el faro de la esquina o la lámpara que cuelga del techo, ni como un filósofo o un moralista, sino desde dentro de mí, como alumbra una idea, o quizás un conocimiento o un recuerdo. Más íntimamente aún; Él ES La Idea. Idea, Palabra, Verbo. La Idea en medio de la increíble vorágine de pensamientos e ideologías de la época. Nada que venga de afuera podría alumbrar el rumbo de mi vida, porque no tiene base ni fundamento sólido. Por lo general son sólo engaños, trampas que la astucia del Malo me tiende. Él alumbra desde afuera, con una luz engañosa —como las que se usan en el teatro para dar apariencia de verdad a la escenografía—, dando apariencia de verdad a cosas y hechos mentirosos. Sólo Cristo es cimiento firme, porque Él, lejos de esto, ilumina los ojos de los que lo aman, para que descubran la verdad por sí mismos, la amen, y puedan obrar en consecuencia.

Jesús nos dice que si permanecemos fieles conoceremos la verdad (Cf Jn 8,32), pero también nos dice que Él es la verdad (Jn 14,6), de modo que podemos deducir que, en la medida en que seamos fieles a su palabra, lo conoceremos e iremos cayendo en Él; en la órbita de su pensamiento y su amor, como quien aterrizara en un lugar donde el aire es leve y perfumado. Donde la verdad y la libertad se dan la mano y donde no cuesta andar. Claro, esto es la sensación que tiene quien es atraído al amor por Jesús. El ‘ambiente espiritual’ al que uno llega en alas del Espíritu.  

Sin embargo, vivir en Cristo no es un juego. Implica una dura experiencia; un dejarse incendiar por el amor, un negarse para brindarse.
Siempre pensé, y alguna vez lo escribí, que la gracia que Dios infunde al alma, es una transfusión de la propia “sangre de Dios”.Y Pablo me dice que en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17,28).

Hoy puedo decir, con Guardini, que hemos sido “atrapados” por Cristo, y afirmar con Pablo que somos de su raza (Hech 17, 29). Dichosos poseedores de la gracia de Dios por la fe y el bautismo que nos fueron regalados, ya vivimos en su medio, (su Vida) y por nuestras venas “circula su sangre”. Si a esto le añadimos que sabemos que, por nuestro amor y fidelidad, “Ellos” quieren hacer su morada en nosotros (Cf Jn 14,23), la intimidad se completa, y el alma puede decir, como una enamorada: “Él en mí y yo en Él”.

A partir de entonces, hasta los actos aparentemente más triviales o intrascendentes, realizados con amor, pueden ser portadores de la vida que Dios quiere transfundir gratuitamente al hombre que, atento y advertido (también por gracia), lo aguarda con la lámpara de la esperanza encendida, como el servidor que aguarda a su señor, hasta que él vuelve y lo encuentra velando (Cf Lc 12, 35-37).

 Así, puedo entender mejor por qué me siento feliz y a gusto con mi condición de discípulo, a pesar del esfuerzo y las dificultades que ello me implica; a pesar de mis fracasos y debilidades que deploro.