En el Antiguo Testamento leemos la historia de la esposa de Jacob, Raquel, y su deseo desesperado de tener un hijo. Ella ya no podía soportar la idea de vivir sin conocer el gozo del parto, sin experimentar todo lo que ella estaba supuesta a experimentar, como mujer en la cultura judía. El dolor de Raquel era insoportable y ella le clamó a Jacob: “Dame hijos, o si no, me muero” (Génesis 30:1).
Llevar un alma a Cristo es muy parecido a dar a luz. El Espíritu Santo concibe el deseo en nuestros corazones, y luego comenzamos a nutrir el proceso, orando por las almas regularmente. Anhelamos ver a nuestro bebé nacer; y cuando nace, no queremos dejarlo nunca. Jugamos con él, abrazamos y mentoreamos la nueva creación de Dios. Plantamos y regamos, orando para que Dios dé el crecimiento. Sólo pensamos en ayudar a nuestro hijo a crecer, a florecer y a tomar la imagen de Cristo.
¡Si tan sólo cada seguidor de Cristo sintiera esta misma sensación de pasión y urgencia por traer un nuevo hijo al reino de Dios! Si tan sólo decidiéramos que ya no podemos vivir con la idea de ser estériles. Si tan sólo el deseo ardiera dentro de nuestros corazones hasta que no podamos contenerlo más, hasta que finalmente nos mantengamos clamando a Dios: “Dame un hijo, o si no, espiritual o me moriré".
Dondequiera que voy, me encuentro con cristianos que nunca han sentido la alegría de llevar un alma a Cristo. Vienen a mí pidiendo consejo, generalmente con los ojos mirando al suelo, avergonzados. Les digo que no se avergüencen de este hecho, sino que se emocionen de que el Espíritu Santo está trayendo convicción a sus corazones.
“El primer paso para compartir tu fe es desarrollar un deseo ardiente de hacerlo”, les digo. Podemos contar con que el Espíritu Santo encenderá este deseo desesperado dentro de nosotros, porque esto es exactamente lo que él quiere hacer.
Nicky Cruz,