La mayor parte de mi vida he tenido, más bien, un concepto bastante distorsionado de los pastores. Cuando oía historias de la Biblia sobre el pastor David, lo imaginaba sentado en una roca, tocando su arpa y observando a las ovejas mientras pastaban silenciosamente alrededor de él. Pero obtuve una imagen completamente diferente de los pastores cuando los observé de primera mano en Rumania hace unos años. Estos hombres esforzados trabajadores andaban constantemente en busca de lugares con pasto fresco para comer y agua para beber. Se levantaban temprano por la mañana, guiando a las ovejas, atendiendo sus necesidades; y regresaban después de un día completo de deambular, generalmente trabajando al menos catorce horas al día.
David es un ejemplo perfecto de un pastor-guerrero, uno que podía pelear, nutrir y cantar al mismo tiempo. El corazón de un pastor es desinteresado, dispuesto a renunciar a su propia vida por sus ovejas. Además, el corazón de un pastor es protector y sacrificial. A menudo, las presas enemigas amenazan a las ovejas y el pastor debe estar alerta en todo momento. David le dijo al rey Saúl cuando quería luchar contra el gigante Goliat: “Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca” (1 Samuel 17:34-35).
Definitivamente, este no es un pastor que tomaba largas siestas en el sol de la tarde, tocando su arpa y tomándoselo con calma. No, él estaba alerta y listo para pelear. Y David fue un guerrero impresionante. Él iba de victoria en victoria con cánticos en su corazón.
Dios no nos hace sólo guerreros, también nos hace adoradores. Nos hace cantar sin importar lo que el enemigo nos lance. David tenía un cántico cuando los leones se le acercaban y cuando los osos lo amenazaban porque él sabía cómo animarse a sí mismo en el Señor. Él cantó: “Jehová es mi pastor; nada me faltará ... confortará mi alma” (Salmos 23:1-3).
GARY WILKERSON