En este tiempo, en que mi corazón y mis años se hacen
notar por sus “pataletas” y exigencias, se han hecho frecuentes y prolongadas
las esperas ante los consultorios y laboratorios del hospital donde me
atienden. Habitualmente suelo llevarme algún libro para hacerlas más
llevaderas. Por lo general, ellos más
tarde o más temprano me proponen la meditación y cierta forma de oración, casi
sin que yo lo advierta. Pero a veces,
que por olvido o alguna otra razón no he llevado ningún libro, después de
observar discretamente un rato a las personas que esperan junto a mí, tratando
de descubrir en su interior los signos del Dios que cada uno lleva adentro, cierro
los ojos y me propongo refugiarme en mi interior y tratar de orar. Suelen ser
momentos breves, porque por lo general hay sucesos o conversaciones a mi
alrededor que logran distraerme. Sin embargo, intento que esos momentos, aunque
breves, sean intensos. A veces lo logro. Otras veces duran sólo el tiempo de
disparar apenas algún “piropo” a Jesús o a su Padre, y también a su bendita Madre.
Piropos, dardos, saetas, jaculatorias1, que sé que siempre llegan
al corazón de Dios.
Sin embargo,
en algún momento surgió en mí -como un escrúpulo-, la idea de que estaba
ofreciendo a Dios el tiempo que me sobraba; aquel que no podía aprovechar de
otro modo. Un tiempo sin valor. Algo así como “las sobras” de mi tiempo. Esto
me puso ante la disyuntiva de orar o no hacerlo durante esas esperas.
Intentando discernir cómo vivirlas, y rogando una respuesta, creí entender que
era el mismo Espíritu quien me ofrecía aquellos “ratos perdidos”, para que
tuviera la posibilidad de aprovecharlos orando en tanto se me hacía posible. De
este modo Él remediaba sutilmente mi escasa disposición a brindarle mi tiempo. Como
si yo dijera a uno de mis hijos: “te acompaño, así mientras esperás podemos
charlar un rato, ya que siempre estás taaan ocupado…”.
Creo que estos
son sutiles artificios que urde un Padre para tener junto a sí por más tiempo a
sus hijos, que están siempre repartidos entre mil ocupaciones y distracciones,
e intimar con ellos un poco más. Por supuesto que no deben ser estos los
únicos momentos ofrecidos al Señor. No para bien de Él, sino para nuestro
crecimiento. Dios lo merece; nosotros lo necesitamos.
Si bien es cierto que no abandono la lectura espiritual,
especialmente la Sagrada Escritura, y que ella, inevitablemente me ofrece, y a
veces, más que ofrecer, me mete de un empujón en algunos espacios de meditación
y contemplación, sin embargo, últimamente es tanto el tiempo que paso frente al
teclado de mi computadora, que a veces tengo la impresión de que escribir le quita
tiempo a la oración. A pesar de que lo que escribo, inevitablemente también, y
por fortuna, por lo general me lleva a la reflexión y la oración. Más bien me
las exige.
Es que, sobre todo ahora, que no ando bien de salud, me esfuerzo en
recordar muchas de aquellas miradas que pude echar ante ocasiones que la vida
me propuso, y desearía expresar a mis hermanos tantas ideas antes de que el
Señor me llame, que es cada vez mayor el tiempo que le dedico a ello. Porque
muy tarde empecé a escribir, y por eso muchas cosas que quedaron alguna vez en
mi corazón, no las hallo en la piel de mi memoria ¡que es tan pobre!, y me
esfuerzo en hurgar en sus entrañas para encontrarlas. Ahora quisiera recordarlas
a todas, comprender el porqué de todas. Y compartirlas, por si a alguien puedan
ayudar a crecer.
Me parece que compartir con vos y con todos mis amigos
las enseñanzas que creo haber recibido, como espectador o protagonista; “en voz
alta” o al oído; rumiando la Palabra u orando, podría ayudar tal vez a alguien
a comprender un poco más los planes de Dios sobre el hombre. También sobre sí mismo,
que, de seguro, no son los mismos planes que tiene para mí, pero le pueden dar
una pista.
Evidentemente la contemplación atenta y serena de Dios, al
estilo de los santos y los místicos, no es mi fuerte, sobre todo en esos
lugares de tanto movimiento y tanto parloteo. Por eso cuando, a pesar de los
intentos, no consigo centrar mi atención afectiva en Dios, con los ojos de la
imaginación abro de par en par las puertas de mi corazón, y le pido que sea Él
quien me contemple. Así puedo estar, a
veces un buen rato, sintiendo en mí su mirada dulce y sanadora.
Te aseguro que, si bien aquellos no son los lugares ni
los momentos más apropiados para la oración, en los ratos en que uno logra
meterse para adentro y buscar a Dios en su corazón, Él suele dejarse encontrar.
Aunque creo que muchas veces permanece escondido entre bambalinas, contemplando
nuestra búsqueda con una sonrisa complacida en los labios.
También cuando me acuesto y espero la llegada del sueño,
parecería que son minutos vacíos, indignos de que uno los ofrezca a Dios. Algo
así como poner una moneda de escaso valor en la mano de un mendigo. Son
momentos breves, porque por lo general mi sueño está cercano. Sin embargo, en
esos ratos en que intento bucear dentro de mí, allí donde sé que Él habita, me
colma de gozo y acuna mi sueño. Momentos breves pero intensos, que me permiten
dormir en una paz como no la da el mundo ni ningún sedante o ansiolítico.
En verdad, creo que es el mismo Espíritu Santo el que nos
propone esos escenarios y esos momentos. Y es Él quien entonces «viene en ayuda de nuestra debilidad, porque no
sabemos orar como es debido» (Ro 8, 26-27). Viene
a ofrecer en nosotros su propia plegaria al Padre, al decir de San Pablo. Así, en
ocasiones difíciles de mi vida, me he visto pidiendo angustiado a Dios poder
concentrarme, ignorar el bullicio, orar, aunque sea un rato en esas
circunstancias. Hoy creo que esos eran, en verdad (y son también hoy) algunos de
los
«gemidos inefables» con que el Espíritu suple la impotencia de los
hijos, que inútilmente tratan de llegar al Padre con sus propias alas.
Llegué pues a
la conclusión de que, “buscar el rostro de Dios” —que en la expresión del
salmista significa acercarse a Él; buscarlo en nuestro corazón (Cf.
Sal 27, 8-9)— para más conocerlo
y más amarlo, ya en el silencio o el bullicio, lejos de ser una falta de
respeto, es aceptar las ocasiones que Él mismo nos propone para que nos
acerquemos y vivamos en su ámbito, en su proximidad, y si es posible, en su mismísima
intimidad, tanto cuanto la vida nos lo permite. Desaprovecharlos por escrúpulos
sería un error gravísimo; una insensatez.
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Jaculatoria: del latín jaculatio= acción de tirar o disparar; fijar la imaginación en alguna
cosa o encaminarse a ella con el pensamiento. — Oración breve y fervorosa:
(R.A.E.).