Con cuanta facilidad nos atrevemos a juzgar las acciones que otros realizan. Somos alumnos aventajados en la labor de criticar, de esparcir nuestras desaprobaciones hacia actitudes que nuestros semejantes tienen para con ciertas situaciones que se desarrollan en la vida.
Es fácil ver el proceder de otros desde el ángulo del reproche, un prisma que nos impide ser realmente objetivos y desde el cual todo está supeditado a nuestra incorrecta cualidad para percibir defectos ajenos.
¡Cuánto debemos aprender del Maestro! Él sabía cómo allegarse al prójimo y conociendo la condición de la persona ponerse en su lugar y comprender el carácter de su situación.
Él miraba con indulgencia a quien se le acercaba mostrando su necesidad y con deseos de recibir consolación. Él comprendía el dolor, la frustración, el miedo, el peso del pecado. Él se hizo hombre y conocía al hombre, sabía cuál era su estado y no le resultaba difícil ponerse en la piel ajena para así poder sentir lo que otros sentían.
Nosotros, los imperfectos, solemos ser excesivamente críticos y expertos fustigadores, nos cuesta sentir lo que otros pueden estar experimentando en determinadas situaciones. Vivimos de una forma tan autónoma que nos resulta difícil entender el dolor ajeno, las situaciones difíciles por las que otros pasan, las ideas u opiniones de quienes se distancian en formas de pensamientos.
Blandimos espadas de intolerancia y carecemos de pericia para poder adherirnos de forma solidaria a quien no posee nuestra misma forma de ver la vida.
Vivimos en círculos concéntricos y en ocasiones nos aferramos a nuestra idiosincrasia para así establecer clanes que marginan a quienes no comparten nuestro proceder ante la vida.
Ayudar al prójimo, poner la otra mejilla, amar a los enemigos son teorías que pocas veces son llevadas a la práctica, nos limitamos a recitarlas como si fuesen un consabido credo sin atribuirle el verdadero sentido que dichas palabras poseen. Si dedicásemos un poco de nuestro tiempo a destapar el frasco que contiene el aroma de la objetividad quizás pudiésemos exhalar la grata fragancia que desprende el prójimo.
Si sencillamente nos arriesgáramos a mirar los corazones de las personas que nos rodean puede que esa situación que pasa desapercibida nos saliese al paso asombrándonos con un ramalazo de realidad. Tenemos el deber de visitar más asiduamente esa cantera de la que fuimos rescatados, ver el inmenso hueco que allí quedó.
Si actuamos justamente veremos que la piedra que sostenemos con la mano dispuesta a ser lanzada ha de caer ante nuestros pies reconociendo su derrota y asimilando que es mucho más sensato y justo servir para edificar que para condenar.