Cuando la tecnología falla, quiero gritar, maldecir y tirar mi iPad por la ventana de la oficina. Sé que esta no es una buena reacción. ¿Cómo puedo entrenarme para tener una mejor respuesta al fracaso tecnológico?
Todos hemos estado allí: las horas de trabajo desaparecen en el éter porque olvidamos hacer clic en “guardar”, o un mal funcionamiento de la aplicación elimina todos nuestros datos. ¿Cuál es la razón de la ira descomunal, y sí, pecaminosa que podemos sentir o expresar en esos momentos? Más importante aún, ¿cómo la combatimos? Hay dos factores diferentes a considerar.
1. Confiamos en la falsa promesa de que la tecnología nos hará como Dios
Los dispositivos que nos ahorran la mano de obra de épocas anteriores, como las lavadoras, cortadoras de césped, y lavavajillas, nos sirven al aumentar los límites de nuestra fuerza física. Pero las herramientas tecnológicas nos ayudan a trascender nuestros límites humanos por completo. Gracias a una gran cantidad de aplicaciones y la ubicuidad del WiFi de alta velocidad, podemos procesar cálculos matemáticos complejos o dirigir la compra, venta, y entrega de innumerables bienes y servicios las 24 horas del día, los siete días de la semana.
El esfuerzo físico requerido para tales hazañas no es mayor que tocar un teclado, sin siquiera el esfuerzo de tener que abandonar el sofá. La tecnología nos lleva a una iteración en el siglo XXI de las mentiras más antiguas: si confiamos en una cosa creada, seremos como Dios (Gn. 3:4), seremos habilitados digitalmente para trascender los límites del espacio, el tiempo, y la cognición humana.
Cuando la aplicación falla o el WiFi no funciona, nuestra ilusión de omnipotencia y omnipresencia artificial se hace añicos. Se nos recuerda que no somos Dios. Y nuestros corazones pecaminosos no aceptan el recordatorio.
2. Toda la evidencia visible de nuestros esfuerzos se pierde
Con la mayoría de los trabajos manuales quedan algunas pruebas de nuestro trabajo, incluso si el resultado previsto se ve frustrado. El pastel se puede quemar, pero todavía hay un pastel. El funcionamiento interno de la lavadora puede estar esparcido por el patio, pero el estado desmantelado es testigo del buen trabajo de alguien que intentaba repararla.
No es así con el trabajo digital.
Cuando trabajamos durante horas en una presentación de PowerPoint o una hoja de Google, solo para que una batería de computadora portátil nos falle, la evidencia de nuestro trabajo se borra por completo. Experimentamos una realidad de la existencia caída: el trabajo diligente no es garantía de un fruto evidente. Y clamamos con consternación que no tenemos “nada que mostrar” (Ec. 1:3).
Cuando la aplicación falla o el WiFi se cae, la ilusión de nuestra omnipotencia y omnipresencia artificial se hace añicos. Y nuestros corazones pecaminosos no aceptan el recordatorio.
Por supuesto, no es solo la pérdida de resultados digitales lo que puede hacernos tropezar con ira pecaminosa. Pregúntale a cualquier padre que haya encontrado al niño vaciando cajas de cereal en los cajones de la cómoda, o al dueño del cachorro que ve basura esparcida por el piso recién trapeado.
Las mismas Escrituras que nos confrontan y nos consuelan en medio de nuestras frustraciones sobre el trabajo físico también se pueden aplicar al trabajo digital.
Abrazar nuestros límites
Pablo nos anima a estar firmes, sabiendo que nuestro trabajo no es en vano (1 Co. 15:58). Nos dice que trabajemos sinceramente para Dios y no para los hombres (Col. 3:23-24).
Esos versículos nos recuerdan que nuestro trabajo siempre lo ve Dios, cuya visión no es limitada. Él nos bendice por nuestra diligencia (Pr. 21:5), no por el grado en que nuestra diligencia produce resultados que nunca podrían garantizarse, de todos modos.
Por la mañana, cuando iniciamos sesión en nuestras computadoras, podemos pedirle a Dios que centre nuestra confianza en Su poder y provisión, no en el poder de nuestras herramientas tecnológicas. Podemos pedirle que nos ayude a recordar nuestros límites y los de nuestra computadora portátil, y que confiemos nuestro trabajo y sus frutos al Rey que no tiene límites, no solo en su poder, sino también en su amor y deseo de hacernos el bien.