En el Café Cortázar, del cual fui el primer cliente y donde con orgullo al entrar saludo y digo «lo de siempre», he escuchado desde una mesa a otra, conversaciones de lo más variadas. Los temas pueden ir desde el fútbol hasta la relación íntima entre la revolución rusa y algunas canciones de rock nacional cuyas letras dejan entrever los postulados de aquella… Cosas de la filosofía y la magia que uno puede encontrarse en los cafés de Buenos Aires…
Y hoy pensaba desde mi mesa (es mía) que el componente revolucionario es un ingrediente indispensable en la composición de un líder. Porque quien lidera es un agente de cambio y una revolución es por excelencia un enorme cambio de paradigma, por lo general deficiente y agotado. Una forma de ver, interpretar y hacer las cosas que simplemente no funciona más. El momento revolucionario que antecede al cambio es alimentado por un espíritu transgresor, pero no por la transgresión misma, sino por una mezcla de hartazgo, decepción y descontento con el statu quo. Y una gran dosis de curiosidad. Curiosidad por imaginar cómo serían las cosas si no fueran como siempre se conocieron; si fueran mejores. Y esa sola representación mental genera un sentido de anticipación que se manifiesta con un cosquilleo en el estómago, el aumento de la frecuencia cardiaca y una sonrisa casi imperceptible; la de quien ya está tramando algo.
Hacer siempre lo mismo, y de la forma en que siempre se hizo, no solo es terriblemente aburrido en la mayoría de los casos; es muy probable que sea inefectivo. Ahora bien, Dios quiere que seamos efectivos, en lo que sea que hagamos. En otras palabras: que llevemos fruto, que multipliquemos lo que se nos dio (lee la parábola de los talentos), y que dejemos las cosas en un mejor estado que en el que se encontraban.
Los pastores y líderes debemos preguntarnos con frecuencia, qué tendríamos que cambiar para aumentar nuestra efectividad; para tener más fruto, para sacarnos un 10 como administradores de las cosas de Dios. Quien no lo haga, se quedará estancado en «lo de siempre». Y quedarse con “lo de siempre” solo funciona en pocas cosas, como el café con leche con tres medialunas de manteca (tan tradicionales en Argentina). Eso sí que nunca falla. Pero en casi todo lo demás, remitirse a que las cosas deben hacerse de un modo, por el solo hecho de que siempre fueron hechas así, es como mínimo mediocre.
El pasado nunca puede ser el argumento principal para justificar los métodos y prácticas del presente. Algo anda mal en una organización cuando todo se hace simplemente “porque siempre lo hicimos así.” Es que lo que pudo haber sido increíblemente innovador y eficaz en un tiempo, puede ya no serlo en lo absoluto hoy y en tu contexto. Escribo estas líneas en mi mac (soy de la manzanita), no en una máquina de escribir. No escucho más cassettes, ni tengo un walkman, aunque fui el primero de mis compañeros de escuela en tener uno.
Pero, mientras que en todas las áreas de nuestra vida somos muy conscientes de esto, muchas veces caemos en hacer nuestro ministerio con las herramientas, recursos, lenguaje y modelos que fueron efectivos hace años, pero que ya no lo son. Y nada de esto tiene que ver con el mensaje del evangelio que es y debe permanecer inalterable, así como todo el consejo de la Palabra de Dios. Tiene que ver con formas, las cuales no son sagradas, ni inspiradas, ni eternas.
Podrías preguntarte con honestidad, por qué haces lo que haces, y en la manera en que lo haces. ¿Hay algo en tus procesos y métodos que definitivamente necesitan un cambio para conectar más efectivamente los propósitos de Dios con esta generación?
Tal vez necesites embarcarte en una pequeña revolución ministerial.