Parece que es algo de lo más común en nuestros días. Las compañías se congratulan al respecto, y las agencias del consumidor persiguen a aquellas empresas que no las tengan. Las “leyes de privacidad” del consumidor han estado en boca de todos. Y es que a partir de la revolución virtual del internet en las últimas dos décadas, la venta ilegal de información privada de los consumidores se volvió en toda una industria con poca o nula regulación gubernamental. De pronto tu número celular, correo electrónico, nombre, y dirección estaban a la venta al mejor postor.
Sin embargo, hoy las cosas parecen tomar un mejor rumbo para los consumidores. Casi no hay empresa, servicio, o lugar que no tenga su propia política de privacidad. Prometen —eso dicen— que tus datos están salvaguardados con ellos. Aseguran que no tienes por qué desconfiar. Son transparentes, verdaderos, sinceros, íntegros. No están tratando de capturar tus datos con motivaciones ocultas.
¿Qué de la vida cristiana? ¿Acaso no es importante también considerar que nuestra integridad es una virtud vital para nuestra salud mental, emocional, y espiritual? ¿Acaso hemos de aceptar que nuestro cristianismo puede tener dos caras? La Biblia es clara al respecto y Dios nos enseña que la integridad es parte crítica en el proceso de santificación. No podemos ignorarla. En las palabras de Pablo: “No se dejen engañar, de Dios nadie se burla; pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará” (Gál. 6:7).
De tal modo que permíteme darte tres áreas de suma importancia en las que debemos cultivar integridad.
Integridad mental
Como creyentes necesitamos entender que la integridad de nuestra creencia en Cristo debe comenzar en nuestra mente. Nuestra mente o corazón (a veces se usa intercambiablemente) ha sido transformado por Dios. Pablo escribe al respecto en 1 Corintios 2. El argumento de Pablo es simple: un incrédulo no puede entender las cosas de Dios porque para él son “locura”, o necedad (v. 14). En cambio, un creyente ha recibido una mente renovada que discierne y ve cosas que antes permanecían ocultas.
Pablo asegura que “nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:16). Esto es grandioso por un lado. Hemos recibido un trasplante de corazón, de mente, de pensamientos. Pero por otro lado, esto implica una gran responsabilidad.
Como cristianos, necesitamos estar verificando que nuestra mente no esté regresando a los hábitos pasados que estaban envueltos en las garras del pecado. Debemos buscar que nuestras mentes sean íntegras. Que sean jardines que cultivan la mente de Cristo, sus pensamientos, sus palabras, sus actitudes, sus deseos, y sus propósitos. Debemos evaluar constantemente si solo decimos que pensamos como Cristo, o si realmente estamos permitiendo que sus pensamientos tomen control de nuestras mentes.
¿Qué permites en tu mente? ¿Qué resguardas en lo más íntimo de tu corazón? ¿Hay aspectos de tu vida que proteges a tal grado que no quisieras que nadie viera lo que guardas allí? Si es así, tienes que arrepentirte de inmediato. Busca a Dios mientras el Espíritu obra en tu corazón. Mañana puede ser demasiado tarde.
Si eres un creyente verdadero, que tu mente sea una puerta abierta a la mente de Dios. Una mente íntegra desembocará en integridad espiritual.
Por el contrario, nuestras mentes deben ser íntegras con lo que decimos. La mente es un verdadero campo de batalla porque el silencio esconde lo que vive en tu mente. Los ojos de otros no tienen acceso a lo que tu mente encierra. Pero olvidamos o ignoramos que Dios sí ve tu mente. Dios tiene acceso ilimitado a lo que tal vez pienses que está bien restringido. Disciplina tu mente a “meditar en su ley de día y de noche” (Sal. 1:2). Limpia tu mente y restablécela con la Palabra de Dios. Si eres un creyente verdadero, que tu mente sea una puerta abierta a la mente de Dios. Una mente íntegra desembocará en integridad espiritual.
Integridad espiritual
Lo hermoso del cristianismo, entre muchas otras cosas, es que Dios nos da el privilegio de demostrar externamente a otros lo que está sucediendo internamente en nosotros. Es exactamente lo que Jesús enseñó en Mateo 5:16 cuando dijo: “Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos”.
El discípulo de Jesús debe buscar una vida que sea íntegra, alineada al llamado de Jesús. ¿Cuántas veces no perdemos la dirección en nuestro caminar con Dios, mientras que aún asistimos a la iglesia o enseñamos clases dominicales?
Esto no puede ser así.
La integridad espiritual habla de transparencia en todos los sentidos. No quiere decir que somos transparentemente perfectos; no hay tal cosa. Desgraciadamente, se ha pensado que ser espiritualmente íntegros es lo mismo que ser espiritualmente perfectos. Solo ha habido una persona que ha logrado tal vida, y se dio a sí mismo por nosotros. Pero lo que sí quiere decir es que en nuestras vidas hay un marcado odio contra el pecado, hay un constante interés por el crecimiento espiritual, y hay un creciente apetito por la Palabra de Dios. Nuestra vida debe dar señas de que nuestro Salvador está obrando en nosotros, y cuando no es así, queremos pedir al Espíritu que nos “muestre si hay camino de perversidad en nosotros” (Sal. 139:124).
El ser espiritualmente íntegros quiere decir que estamos públicamente comprometidos con correr una sola carrera (Fil. 3:14), y que no nos detendremos hasta llegar a la meta (Heb. 12:1). Aun con nuestros resbalones y caídas, no seamos ambiguos al respecto. Servimos a un Señor, y nuestra vida, en una medida u otra, da evidencias de ello. Esta clase de integridad espiritual produce una integridad como discípulo.
Integridad como discípulo
Ser discípulo de Cristo no es cosa fácil. La Biblia nunca enseña eso. Cristo abiertamente dijo que si alguien le quería seguir, entonces tendría que renunciar a todo (Mt. 16:24). Llegó a tal grado que los mismos discípulos de Cristo le cuestionaron, entonces, “¡quién puede ser salvo!” (Mt. 19:25). Pero esta es la parte gloriosa de ser seguidor de Cristo: no se trata de ti, se trata de Dios.
Ante tal pregunta, Jesús compasivamente les responde que “para el hombre esto es imposible, pero para Dios todo es posible” (Mt. 19:26). Dios hace en nosotros lo que solamente Él puede hacer: transformación y santificación. Nosotros hacemos lo que solo nosotros debemos hacer: disponibilidad y obediencia.
Que la integridad en nuestras vidas sea la ropa con la que vestimos nuestra alma.
Ese es nuestro llamado, a seguirle. Caminar por donde Él camina, andar por donde Él anda, pensar lo que Él piensa. Somos sus hijos, y queremos imitar a nuestro Padre (Ef. 5:1). Somos sus ovejas y queremos seguir su voz (Jn. 10:27). Somos sus discípulos y le queremos seguir porque está con “nosotros hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Entendemos que “no podemos servir a dos amos” (Mt. 6:24), y que nuestra vida no pude “echar agua dulce y agua amarga” (Stg. 3:11) al mismo tiempo. Le queremos seguir, le queremos amar, le queremos adorar. Somos sus discípulos, Él nuestro maestro. Somos sus criaturas, Él nuestro Creador.
Y cada vez que decidimos honrar a alguien más en lugar de Dios, estamos subestimando su poder y autoridad. Estamos engañándonos a nosotros mismos. No podemos considerar normal que un creyente no lea su Biblia, o que no haya evidencias de vida espiritual, o que no ame a Jesús. Eso no es normal… por lo menos no en la Biblia.
Tenemos que ser transparentes con nosotros mismos. Necesitamos permitir que la Biblia diagnostique nuestros corazones, nuestras mentes, y nuestras vidas. Y si vemos en la Biblia que hay un estándar para el creyente, entonces aprendamos que no es que Dios lo puso muy alto, sino que más bien nosotros vemos a Dios muy bajo.
Íntegros en todo
Seamos íntegros en todo. Que incluso cuando “comamos o bebamos”, el mundo pueda ver que lo hacemos “para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). ¿Habríamos de pensar que podía ser de otro modo? ¿Acaso pensamos que Dios tiene autoridad sobre la muerte, el pecado, y Satanás, pero no sobre nuestras vidas? Que la integridad en nuestras vidas sea la ropa con la que vestimos nuestra alma.