Los cristianos quizás no estén de acuerdo sobre cuál es el pasaje más aterrador en la Biblia. Pero muchos estarían de acuerdo que las últimas palabras de Jesús en el Sermón del Monte están en los primeros lugares de la lista.
“No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día, ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’. Entonces les declararé, ‘Jamás los conocí; apártense de mí, los que practican la iniquidad’”, Mateo 7:21-23.
Es espantoso pensar en ir al infierno. Es mucho más espantoso darse cuenta muy tarde de que irás al infierno cuando pensabas que ibas a ir al cielo. Y aún más espantoso es pensar que no serán solo unos cuantos sino que serán “muchos” los que experimentarán esto. Algunas personas piensan que son cristianas, llaman a Jesús “Señor”, hasta hacen grandes cosas en su nombre, y ni siquiera son realmente salvas y nunca lo fueron.
Cuando leemos este pasaje puede que sea tentador perder la esperanza: ¿Quiénes entonces pueden saber si serán salvos? Parece ser una gran apuesta. Haces lo mejor que puedas en seguir a Jesús, pero quién sabe si serás rechazado al final.
Pero ese no es el objetivo de Jesús. Él no está tratando de confundirnos o de robarnos esa seguridad. Es cierto, Él no quiere que seamos engañados, pero tampoco quiere que vivamos en terror o incertidumbre acerca de nuestro estado final.
Entonces déjame ofrecerte dos maneras de mantener, incluso incrementar, la confianza ante este pasaje aterrador.
1. Reconoce lo que significa “hacer la voluntad del Padre”
En el versículo 21, Jesús describe al que entrará en el reino de los cielos como “aquel que hace la voluntad de mi Padre”. Pero, ¿qué significa eso exactamente? Juzgando por el contexto, debe significar más que decir “Señor, Señor” y hacer grandes cosas en el nombre de Jesús. Entonces, ¿cómo podemos saber si estamos haciendo la voluntad del Padre? Y, ¿tenemos que hacerlo a la perfección?
Para ver la respuesta, debemos notar que esta es solamente la segunda vez en el Sermón del Monte en la que Jesús ha hablado acerca de “entrar en el reino de los cielos”. El otro es el versículo principal del sermón, Mateo 5:20: “si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos”. Comparando estos dos pasajes, podemos decir que “hacer la voluntad del Padre” es paralelo a poseer una justicia mayor. Entonces, por consecuencia, Mateo 7:21-23 está describiendo a aquellos cuya justicia no excedió a la de los escribas y fariseos.
Cuando leemos este pasaje puede que sea tentador el perder la esperanza: ¿Quiénes entonces pueden saber si serán salvos? Pero ese no es el objetivo de Jesús.
He aquí la razón por la cual esto es importante. Cuando Jesús dice que nuestra justicia debe exceder a la de los fariseos, Él no está diciendo: “haz lo que ellos hicieron, solo hazlo mejor”. No es que los fariseos no trataron lo suficiente, sino que se esforzaban en las cosas incorrectas. Habían perdido completamente el verdadero enfoque, concentrándose en comportamientos externos para ganar los elogios de la gente mientras se negaban a practicar la justicia, amar la misericordia, y caminar humildemente con Dios (Mi. 6:8; Mt. 23:23).
Los escribas y fariseos no hicieron la voluntad del Padre. Punto. Si quieres ver como trataron los mandamientos de Dios, lee Mateo 5:21-48. Si quieres ver como ayunaban, oraban, y daban limosnas, lee Mateo 6:1-18. Su “justicia” no era un intento sincero de agradar a Dios, por lo que un minucioso Jesús la miró y dijo: “Muy bien, pero no lo suficiente para entrar en el reino de los cielos”. Era un montón de trapos inmundos de autopromoción (Is. 64:6).
Hacer la voluntad del Padre no es solo algo externo. Los fariseos se veían limpios por fuera, pero por dentro eran sucios e inicuos (Mt. 23:25-26). Lo que Cristo describe aquí es una justicia que fluye de un corazón puro y de una fe sincera (Mt. 5:8; 1 Tim. 1:5). Es fruto, fruto del bueno porque creció de un buen árbol (Mt. 7:17). Es el tipo de justicia que solo puedes practicar cuando has nacido de nuevo por el Espíritu Santo de Dios y por lo tanto (en un sentido) ya has entrado al reino de los cielos (Mt. 5:3; Jn. 3:3, 5).
Jesús no nos dice que seamos más fariseos que los fariseos, ni que debemos cumplir el Sermón del Monte a la perfección para estar seguros de que somos verdaderos cristianos. Al contrario, de acuerdo al sermón del monte, un verdadero cristiano es alguien que ora continuamente, “Padre, perdóname mis deudas” (Mt. 6:9-13; 1 Jn. 1:8, 2:1). Es el fariseo quien agradece a Dios por ser mejor que los demás. Un verdadero cristiano ora: “Dios, ten piedad de mí, pecador” (Lc. 18:9-14).
Jesús no nos dice que seamos más fariseos que los fariseos, ni que debemos cumplir el sermón del monte a la perfección para estar seguros de que somos verdaderos cristianos.
El camino angosto es para aquellos que son pobres en espíritu, que lloran por su pecado, que tienen hambre y sed de justicia (Mt. 5:3-6; 7:13-14). Aquellos serán saciados ahora y especialmente después cuando Jesús traiga su reino a su consumación.
Hacer la voluntad del Padre, entonces, no es un estándar imposible. Puede ser tu descripción, y puedes saber que te describe. Y si eres un verdadero cristiano te describirá, imperfectamente, sí, pero cada vez mejor. Para el cristiano verdadero, la pregunta no es, “¿Soy perfecto?” (la justicia imputada de Cristo ya sació esa necesidad), sino, “¿Conozco a Jesús?”, o mejor aún, “¿Me conoce Jesús?”.
Lo cual nos lleva al segundo punto.
2. Reconoce al “conocedor” principal
A lo largo de casi toda mi vida, he leído el versículo 23 como si Jesús estuviera diciendo: “apártense de mí, porque ustedes nunca me conocieron” (es decir, nunca fueron salvos). Eso es cierto, pero no es lo que el versículo dice. En lugar de eso, Jesús dice: “Yo jamás los conocí”. En última instancia, la pregunta no es si le conocemos (aunque es muy importante), sino si Él nos conoce.
Me recuerdo de una gran escena, en La travesía del viajero del alba de C.S Lewis, entre Edmund y Eustace. Al escuchar a Edmund hablar de sus experiencias con Aslan, el ignorante Eustace pregunta: “Pero, ¿quién es Aslan?, ¿lo conoces?”. A lo que Edmund responde: “Bueno, Él me conoce a mí… Él es el gran León, el hijo del gran Emperador más allá de los mares, quien me salvó y salvó a Narnia”.
¿Conocía Edmund a Aslan? Por supuesto. Pero cuando le preguntaron, Edmund estaba pensando menos en su propio reconocimiento y mucho más en cómo Aslan le amó y se sacrificó por él en La Mesa de Piedra cuando aún él era un traidor. Edmund conocía a Aslan, sí, pero solamente porque Aslan le conocía primero (Gá. 4:9; 1 Co. 8:3; 1 Jn. 4:19).
Así es entre Cristo y nosotros. ¿Le conozco? Bueno, Él me conoce.
En última instancia, la pregunta no es si le conocemos, sino si Él nos conoce.
¿Él te conoce? ¿Eres el tipo de persona que Jesús reconocerá como un viejo amigo en el día final? Pregunto porque habrá gente así. Gente a la que Jesús va a mirar y decir: “Hola, Juan. Es bueno verte finalmente cara a cara. Siempre he disfrutado nuestras conversaciones, y nunca dejé de interceder por ti. Sé que pasaste muchas cosas por mi nombre, nunca te avergonzaste de mí, y quiero que sepas que yo tampoco estoy avergonzado de ti. Bienvenido a casa, hermano. Espero continuar con nuestra amistad por toda la eternidad”.
No tenemos que vivir con temor al día final. Podemos ir preparándonos para ese día. Porque para aquellos que Jesús conoce, el día final no será una interrupción. Simplemente será una continuación a una relación que ya disfrutamos con Él ahora, por fe.
Entonces examinémonos y no nos preguntemos solamente, “¿Conozco a Jesús?”, sino también “¿Me conoce Jesús?”. Vivamos de una manera en la que Él no se avergüence de llamarnos sus hermanos y hermanas en aquel día. Y no nos dejemos engañar, porque esto será demasiado bueno como para perdérselo.