Cuando Jesús era niño, algunas personas lo vieron en el templo; otros lo encontraron en el taller de carpintería donde trabajaba. ¿Pero quién podía creer que Jesús era Dios en carne mientras reparaba sus sillas rotas? Era simplemente el hijo de José, un joven ejemplar que sabía mucho sobre Dios.
Cuando Jesús comenzó su ministerio, dirigió sus palabras a una pequeña población en un país muy pequeño, es decir, a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y debido a que sólo podía estar en un lugar a la vez, el acceso a él estaba restringido. Si querías llegar a Jesús, tenías que ir a Judá; y si vivías fuera de Israel, tenías que viajar durante días o semanas en bote, camello o a pie. Luego, tenías que rastrear su presencia hasta un pueblo, encontrar una multitud allí y pedirles que lo localizaran. Puede que tuvieras que caminar todo el día y toda la noche para llegar a donde estaba enseñando a las multitudes.
Una vez que encontrabas a Jesús, tenías que estar físicamente cerca de él para escuchar su voz, recibir su toque o ser bendecido por su santa presencia. Para llegar al Señor, tenías que estar en el lugar correcto en el momento correcto. Considera al ciego que oyó a Jesús pasar y gritó: “¡Jesús, sáname, para que pueda recibir mi vista!” O considera a la mujer con el flujo de sangre. Ella tuvo que presionar a través de una multitud para tocar el borde del manto de Jesús, mientras que todos los demás también luchaban por tocarlo.
Pero todo eso cambió en un repentino y glorioso momento. “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron” (Mateo 27:50-51). Este desgarro del velo físico representa lo que ocurrió en el mundo espiritual, cuando se nos otorgó acceso irrestricto e instantáneo al Padre en una cruz manchada de sangre. Este es un regalo maravilloso que nos ha sido otorgado, así que ten cuidado de no darlo por sentado o tratarlo de manera casual. Nuestro Salvador nos insta a acercarnos a él y debemos hacerlo con la mayor reverencia y devoción.
David Wilkerson