Todo
Me dirijo a ustedes que conocen a Jesús, que desean
servirle y suspiran: «¿Qué puedo hacer para el Señor?» Y están esperando alguna
ocasión importante, un llamamiento particular para cumplir algo que de veras
pueda ser valorado como un servicio para
el Señor.
No obstante,
permítanme enfocar la cuestión desde otro punto de vista. Al cristiano ¿le es
lícito hacer algo que no sea para el Señor Jesucristo? ¿Acaso hay alguna
acción, una palabra o un pensamiento del cual se pueda excluir al Señor?
Dejemos que Dios
mismo nos conteste: “Y todo lo que
hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo
en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Colosenses 3:17). “Si, pues, coméis o
bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo
para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Además, leemos en Romanos 14:23: “Todo lo que no proviene de la fe, es pecado”.
Todo. Esta palabra no admite escapatorias: el Señor quiere que todo nuestro ser
—“alma, espíritu y cuerpo” (1
Tesalonicenses 5:23)— viva para la gloria de Dios. No nos pide algunos
momentos aislados, sino nuestra vida íntegra con todos sus detalles y
pormenores. Quiere presidirlo todo, controlarlo todo y animar todo.
«¡Qué dueño más
exigente!» exclamará el incrédulo. En verdad, lo es aun más de lo que se
supone. Él pide: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26), es decir, no sólo nuestra actividad, nuestro
vigor, sino su misma fuente. Porque tiene sobre los Suyos el derecho más santo
y más dulce: el de un amor que le hizo entregarse a sí mismo por nuestro
rescate.
Pero, ¡qué dueño
más misericordioso! Esta esclavitud es la única verdadera libertad, porque
Cristo rompió el implacable yugo del pecado que pesaba sobre nosotros, a fin de
que sirviéramos al Dios vivo con gozo y alabanza, “dando gracias a Dios Padre
por medio de él”. Todo cuanto no se hace en el Señor es una pérdida; en él todo
es ganancia. Nuestra felicidad y la gloria de Dios están aquí estrechamente
enlazadas. ¿Qué es el mundo, sino la vana persecución de la felicidad fuera de
Dios? ¿Y cómo conseguirá el hombre ser feliz lejos de Dios?
Todo. No dejen ustedes que su vida se divida en partículas: una para Dios con
el Señor y las demás sin él. No hay término medio; o se sirve al Señor, o se
sirve al mundo y a su príncipe, Satanás.
«Usted exagera»,
dirá alguien; «en la vida hay multitud de cosas que se relacionan únicamente
con la tierra y que nada tienen que ver con la vida espiritual».
Ahora bien, una
vez más la Palabra de Dios es tajante: todo.
De este conjunto no se puede sustraer la menor cosa y ninguna grieta puede
partirlo.
«Es imposible»,
dirán algunos. «La prueba es que vemos a tantos cristianos mayores que
nosotros, quienes no cumplen estos mandamientos como es debido».
Amadísimos
jóvenes: la experiencia de los mayores en cuanto a este punto confirma, como si
fuera necesario, la verdad de la Palabra. No les dirán que hicieron todo para
el Señor; más bien, confesarán el pesar que tienen por no haberlo hecho, ya que
todo lo que no tuvo a Cristo como fin, en realidad fue para ellos una pérdida.
Sin tardar,
examinen, pues, detenidamente, los verdaderos móviles de todas sus ocupaciones.
Por ejemplo, para hablar de las cosas más sencillas, ustedes dedican tiempo y
prodigan cuidados a su cuerpo. Hay que alimentarlo, limpiarlo, vestirlo; éste
pide descanso, sueño, cuidados en caso de enfermedad, etc. Todo esto es, desde
luego, tan natural que no se les ocurre hacerlo pensando en el Señor. Pero hay
personas, verdaderos maniáticos en lo que se refiere a los cuidados corporales,
siempre preocupados por sí mismos, su salud, su cara, a veces su belleza o
línea, sus vestidos, o que practican con afán todos los deportes propios para
hacer resaltar armoniosamente su cuerpo. Otros, al contrario, descuidan su
cuerpo hasta llegar a ser repugnantes para aquellos que los rodean. Ciertamente
se opinará que los primeros están ocupados con sí mismos, mientras que los
otros desprecian una cosa que Dios ha creado. Todo lo que se refiere a este
punto estará regulado y equilibrado si el cristiano recuerda que su “su cuerpo
es templo del Espíritu Santo” (1
Corintios 6:19-20). Entonces lo tratará como siendo consagrado al Señor,
sin idolatría ni negligencia alguna, dando gracias a Dios por ello.
Poco importa que
el oficio de ustedes, de orden manual o intelectual, se desarrolle en el campo
o en el taller, en la oficina o en la tienda. Lo esencial es que sepan con qué
fin lo hacen. Si es con el objetivo de enriquecerse, su trabajo vendrá a ser la
fuente de “muchos dolores”. Pablo mismo nos advierte: “Los que quieren
enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas,
que hunden a los hombres en destrucción y perdición” (1 Timoteo 6:9). Algunos, por su parte, obran como si el trabajo
tuviese en sí su propio fin, y hasta es una idea corriente, aunque falsa, que
no hay nada más noble que una vida consagrada al trabajo. Otros, por el
contrario —¡y hoy en día cuántos hay!—, siempre estiman haber hecho demasiado
por lo que ganan.
Aprendamos, pues,
a considerar nuestro trabajo diario como un medio para servir al Señor.
Cumplamos nuestra tarea para él, agradecidos y convencidos de que él cuidará de
nuestras necesidades, de las de nuestras familias, y nos permitirá cumplir la
exhortación: “Hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10). No nos hagamos
ilusiones; cualquier otro motivo falsea por completo nuestra existencia y
disminuye el valor de nuestra labor. Ganarse la vida es honroso delante de
Dios, pero trabajar con el único fin de hacernos ricos o de conseguir un nombre
es sumamente despreciable a sus ojos. “Todo
lo que hacéis…hacedlo todo en el nombre del Señor”. “Hacedlo todo para la gloria de Dios”.
Esta regla, muy
sencilla en sí misma, puede aplicarse a cualquier campo de nuestra actividad.
Muchos de ustedes, queridos jóvenes, llevan a cabo un aprendizaje, estudian
para la profesión que algún día desempañarán. Todo esto es muy lícito y
necesario. Pero, más allá del oficio, o, mejor dicho, por medio del mismo,
deben servir al Señor y solamente haciéndolo así, podrán instruirse útilmente,
formarse, cultivarse.
Desde luego, no se
trata de someterse a una ley. Con razón ustedes la juzgarían dura e
inaplicable. Pero, dejen que Cristo posea verdaderamente sus corazones, que él
lo sea todo para ustedes, y todo les
será más fácil. Quizá tengan que suprimir radicalmente de sus actividades
muchas cosas que han considerado como indispensables. A los ojos del mundo,
esto representa un empobrecimiento. Pero no teman, siempre tendrán motivos para
conocer el verdadero gozo. La vida cristiana, lejos de ser restringida, se
halla, por el contrario, considerablemente enriquecida, porque con un destello
celestial, Cristo viene a iluminar las cosas más insignificantes de nuestras
vidas.
Dejen que el Señor
mismo, en su infinita sabiduría, oriente su corazón y su espíritu. Entonces, ya
no vacilarán ante las innumerables cosas en las cuales «no hay ningún mal»,
pero de las que no se pueda afirmar que son hechas por fe y para la gloria de
Dios. ¿De qué sirve discutir acerca de la elección de tal o cual carrera,
asistir a tal concierto, leer este libro, presenciar tal partido, ir a cenar o
realizar un ventajoso negocio? O lo hacen ustedes para el Señor, dando gracias
a Dios Padre, o no deben hacerlo, porque sería dejar de lado al Señor
deliberadamente. No esperen a que tengan diez o veinte años más y con pesar
exclamen: «¡Cuánto tiempo he perdido!» ¡Sólo redimirán ese tiempo que vuela con
tanta rapidez y le darán todo su valor, utilizándolo todo para el Señor!
A.G.