Celos que matan Febrero 23
Mientras danzaban, las mujeres cantaban diciendo: «Saúl hirió a sus miles,
y David a sus diez miles». Saúl se enojó mucho y le desagradaron estas
palabras, pues decía: «A David le dan diez miles, y a mí miles; no le falta más
que el reino». Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David. 1 Samuel 18.7–9
No hay en el pueblo de Dios figura más triste que
la de un líder que tiene celos de los logros de sus seguidores. Tal persona
siempre va a estar dominado por las sospechas y el miedo, e inevitablemente su
ministerio sufrirá las consecuencias de estas actitudes.
La derrota de Goliat
fue una gran victoria para los israelitas, y el cántico de las mujeres no hacía
más que proclamar lo que era evidente a los ojos de todo el pueblo. Paralizado
por la indecisión y el temor, el rey Saúl no proveyó la dirección clara y
decisiva que sus hombres necesitaban en ese momento. Fue el joven pastor de
Belén que desplegó una actitud de coraje y valentía.
Note, sin embargo,
que en ningún momento David hizo alardes de sus proezas; el pueblo proclamó su
grandeza. Aún mientras la gente festejaba, sin embargo, el corazón del rey se
llenó de ira. El historiador de este momento nos hace partícipes de una
decisión nacida de esta experiencia: «desde aquel día Saúl no miró con buenos
ojos a David».
En esta frase está
la clave del problema. Una vez que un líder ha permitido que los celos y la
envidia se apoderen de su corazón, siempre verá negativamente el trabajo de los
que están a su alrededor. Su juicio estará permanentemente opacado por la
amargura de su propio corazón. En estas condiciones, gran parte de su tiempo
estará enfocado en buscar la manera de descalificar la vida de los demás. Verá
toda acción de sus seguidores como una amenaza para su propia posición. De
hecho, esto podría ser el resumen del resto de la vida de Saúl, quien se dedicó
con fanatismo a intentar extinguir la vida de David.
Es en la reacción de
un líder frente al éxito de otros, que se ve su verdadera grandeza. Un líder
maduro no tiene temor a ser «tapado» por el ministerio de otro, sino que trabaja
para que los demás avancen y alcancen su máximo potencial en Cristo. Al igual
que un padre con sus hijos, no tiene mayor alegría que la de verles prosperar
en todo lo que hacen. Con espíritu de generosidad invierte en sus vidas, los
anima, y hasta procura que ellos lo puedan superar, entendiendo que lo suyo no
es la máxima expresión de grandeza posible.
Note lo maravillosamente desinteresada que es la frase de Cristo a sus
discípulos: «De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo
hago, él también las hará; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre» (Jn
14.12). El Mesías no definía «grandeza» por el tamaño de la obra, sino por la
fidelidad de alguien en haber hecho lo que se le mandó hacer. En este sentido,
el éxito de sus discípulos fue el testimonio fiel de que su propia labor había
sido bien realizada.