Acuérdate de tu Creador
El olvido a veces
tiene consecuencias desagradables. El peor de todos, y el más general, es olvidarse
del Creador.
Dios no olvida a
sus criaturas. Vela por ellas y las cuida; ni siquiera un pajarillo es olvidado
delante él (Lucas 12:6). Si él sólo pensara en sí mismo, si retirara su
espíritu y su aliento, todas las criaturas perecerían, y el hombre volvería al
polvo.
Dios nos muestra
su bondad cada día. Hace salir el sol, envía la lluvia y las estaciones
fértiles a su tiempo. Proporciona semilla al sembrador y alimento a toda
criatura. Envía también pruebas y castigos sobre los pueblos, las familias y
los individuos. Pero, en este mundo, él no paga a nadie según sus pecados. Es
misericordioso y clemente, “tardo para la ira, y grande en misericordia” (Éxodo 34:6).
Desde el principio
del mundo, el Creador no ha cesado de extender su benevolencia sobre todos los
hombres. Ha hecho más que darles el pan. Les ha hablado; ha revelado su amor.
Amó tanto “al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que
en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). A pesar de todo esto, generalmente Dios es olvidado;
la mayoría de los hombres no le agradecen sus cuidados ni su don inefable.
Sin embargo, este
olvido no durará para siempre. Todo
hombre se acordará de su Creador. Pero si uno espera hasta el día del juicio,
delante del trono blanco... se acordará de él cuando Él se acuerde de los
pecados con los cuales lo haya ofendido. Entonces, Dios juzgará los secretos
del corazón. Pondrá sus acusaciones delante de los malos. Nadie podrá esquivar
su juicio. ¡Cuídese de no olvidar a Dios!
Los días más
favorables para acordarse del Creador, para reconciliarse con él, son los días
de la juventud. Siendo pecadores desde nuestra llegada a este mundo, con el
paso de los años nos endurecemos rápido y mucho. Se va alejando la misma idea
del Creador, a quien hemos rechazado. En cuanto a Dios, vivimos como un animal,
como si acaso, cuando el polvo vuelva a la tierra de donde vino, el espíritu no
volviera a Dios que lo dio.
La exhortación de
la sabiduría: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud” está
acompañada de una solemne advertencia en la expresión “antes que” (Eclesiastés 12:1-6). Ella se repite
cuatro veces señalando las etapas que el hombre alcanza sucesivamente aquí en
la tierra:
1. “Antes que vengan los días malos”.
2. Antes que “lleguen los años de los cuales
digas: No tengo en ellos contentamiento”.
3. “Antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la
luna y las estrellas” .
4. “Antes que la cadena de plata se quiebre, y se
rompa el cuenco de oro, y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda
sea rota sobre el pozo”.
Si los días malos
designan especialmente los de la vejez, nadie ignora que algunas veces ellos
vienen demasiado temprano y súbitamente. “Tiempo y ocasión acontecen a todos.
Porque el hombre tampoco conoce su tiempo; como los peces que son presos en la
mala red, y como las aves que se enredan en lazo, así son enlazados los hijos
de los hombres en el tiempo malo, cuando cae de repente sobre ellos” (Eclesiastés 9:11-12). Es sabio
acordarse del Creador antes de que lleguen tales días.
Pero si esos días
malos ya llegaron, pueden servir de advertencia para demostrar la fragilidad de
la felicidad terrenal y de la vanidad de todo lo que se halla bajo el sol.
Entonces es necesario aceptar la disciplina y volverse hacia el Autor de la
existencia, el Señor de los destinos. Él tiene compasión de nosotros; aflige
para luego obrar en gracia. Si permanecemos insensibles a su voz en la prueba,
nos amargaremos y perderemos el gusto por la vida. Así, la indiferencia y la
incredulidad aumentarán día tras día.
Pronto las
facultades del hombre se debilitan bajo las consecuencias del pecado; y se
acerca al último límite; el espíritu se debilita, el alma se marchita, el
cuerpo se hace viejo y decrépito. Las cosas más hermosas pierden su encanto,
los esplendores del cielo, que cuentan la gloria de Dios, se velan. Además, la
luz del Evangelio pierde su fuerza, el hermoso rostro de Jesús, el Salvador, no
tiene más atractivo. Se hace tarde, la gran noche llega.
De repente, los
órganos vitales cesan sus funciones. Trátese de la cadena de plata quebrada: la
médula espinal; del vaso de oro roto: el cerebro; del cántaro quebrado junto a
la fuente: el corazón; o de la rueda que se rompe sobre el pozo: los pulmones,
es el término de la vida en este mundo, el fin del día favorable de la
paciencia de Dios.
Después de la
muerte no hay salvación. Tal como uno deja el mundo, así vuelve a Dios, salvado
o perdido. Nada puede perder al salvado ni nada puede salvar al perdido: “En el
lugar que el árbol cayere, allí quedará” (Eclesiastés
11:3). Aunque los hombres y los ángeles orasen por un alma perdida, la
condición de ésta no cambiaría. No solamente será tarde, sino demasiado tarde.
“Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto
el juicio” (Hebreos 9:27). Así, en
toda la eternidad, no se modificará ya nada.
En su inmenso
amor, nuestro Creador se ha acordado de nosotros. Ha hecho todo para nuestra
salvación, para nuestra felicidad. ¡Acuérdese de él en los días de su juventud,
antes de que sea demasiado tarde!
H. C.
Si usted tanto se
esfuerza y tantos años sacrifica en estudios y aprendizaje para luego gozar de
una existencia que no dure más de cincuenta o sesenta años, ¿no resultará
absolutamente irresponsable no hacerse la pregunta: ¿Dónde pasaré la eternidad?
Y además, no sabe en absoluto si la buena colocación efectivamente ha de ser
para usted, si no caerá enfermo o tendrá que morir antes de llegar a ese
momento. Pero, la eternidad le espera, esto lo sabe usted con toda seguridad. ¿No
debería, pues, tomar esta realidad a pecho? Con la confesión de sus pecados,
vaya usted directamente a Dios. ¡Ahora mismo!...........................
H.L.H.
© Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy (Suiza)
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