El calor del sol
El amanecer es un espectáculo único en la naturaleza que
el hombre moderno ignora casi totalmente. No sólo nos referimos al amanecer
visto desde las altas cumbres, a las que se ha llegado saliendo de casa muy
temprano, cuando la noche daba sus últimos estertores, sino también al alba en
el campo, donde cada cosa despierta a la vida en todas sus formas y colores,
cuando el alma se siente dispuesta a escuchar aquella voz que puede llenar de alegría
todo el día que acaba de empezar. “De mañana sácianos de tu misericordia, y
cantaremos y nos alegraremos todos nuestros días” (Salmo 90:14).
Esta tan
importante hora de la cita diaria con el Amigo divino está al alcance de
cualquiera, tanto en la ciudad como en el campo, al aire libre como en su
habitación. Él siempre estará allí, dispuesto a hablarnos y escucharnos.
Si el israelita en
el desierto no hubiera madrugado cada día para recoger el maná en proporción a
sus necesidades, habría perecido. Si hubiera tardado en hacerlo, con el calor
el maná se hubiera derretido (Éxodo
16:21).
Al prolongarse la
cena, a la mañana siguiente uno se levanta con el tiempo justo para asearse y
desayunar, saliendo a toda prisa para el trabajo o la escuela. A pesar de que
“el maná” estaba a nuestro alcance y el Amigo fiel dispuesto a reconfortar y
fortificar nuestra alma para resistir los embates del nuevo día, no le hemos
prestado mucha atención. Hemos pensado: «¡Más tarde, ya tendré tiempo!» y, con
el calor del sol, nuestros buenos deseos se desvanecen.
“Hemos soportado
la carga y el calor del día”, dicen los obreros de la parábola (Mateo 20:12). Sin duda, el Maestro
aprecia su esfuerzo y les dará el denario convenido. Así el Señor bendice el
trabajo de todo aquel que se acerca a él. Claro está que la perseverancia en
los estudios, el cumplimiento de las tareas diarias o la lucha constante para
sacar la familia adelante son cosas buenas. No obstante, si al amanecer el alma
no ha sido confortada, el estado espiritual pronto será vencido por “la carga y
el calor del día”, aunque se tomasen las riendas con fuerza.
Si, por el
contrario, en las primeras horas de la mañana —antes que el espíritu se prepare
para asimilar nuevos conocimientos o para efectuar las mil y una tareas
diarias— se tuviera la feliz costumbre de consagrar, como dijo alguien, un
cuarto de hora entre noventa y seis que tiene el día, para sentarse a los pies
del Señor, ¡qué diferencia se notaría y qué resultados obtendríamos!
La hierba era
verde y la flor se abría… Pero “cuando sale el sol con calor abrasador, la
hierba se seca, su flor se cae, y perece su hermosa apariencia” (Santiago 1:11). ¿Por qué es éste el
estado de bastantes jóvenes? Aquél, por ejemplo, tenía interés por las cosas de
Dios, frecuentaba las reuniones, crecía en el ambiente cristiano… Sin embargo,
poco a poco, insensiblemente, pero con toda certeza, su dedicación al Altísimo
disminuyó; surgieron preocupaciones y distracciones que llenaron su vida, llegó
para él “el calor del día” con los exámenes y el consecuente esfuerzo para
superarlos. Multitud de citas llenaron su tiempo libre, ocupando los fines de
semana y… la flor se cayó. La causa de este apartamiento no es otra que la
falta del alimento fundamental, el que ni las reuniones ni los contactos pueden
sustituir: la cita matinal y diaria con el Señor para escuchar lo que quiera
decirnos y llevarle nuestra oración (Salmo
5:3).
Es verdad que se
necesita bastante fuerza de voluntad; pero, nuestros esfuerzos serán bendecidos
si, pese a la oscuridad, al sueño o al frío, nos tomamos unos minutos cada
mañana —sin ser acuciados por el tiempo que transcurre— para presentarnos en
silencio delante de él, como lo hizo Moisés, y escuchar la voz de Aquel que
habla (Números 7:89).
“Bendito el varón
que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol
plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no
verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de la
sequía no se fatigará ni dejará de dar fruto” (Jeremías 17:8). En cambio, al salir el sol se quemará la simiente
sembrada en pedregales, porque no tiene raíz (Marcos 4:6).
G.A.
Mi carta
La Biblia es como una carta: algo muy personal.
Está escrita para mí.
Todas las advertencias están dirigidas a mí.
Jesucristo murió por mí.
Me ofrece a mí
una redención personal.
Si quiero ser salvo por la eternidad, tengo que aceptarle
como mi Redentor personal.
© Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy (Suiza)
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