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LA MUERTE EN UN BESO
LA MUERTE EN UN BESO
I
Oderay es la flor más bella de todo el imperio incaico. Blanco lirio perfumado con el aroma de los campos. Su alma es un arpa eolia, que el sentimiento del amor hace vibrar, y los sonidos que exhala son tiernos como el quejido de la alondra. Oderay tiene quince años, y su corazón no puede dejar de latir ante la imagen del amado de su alma. ¡Quince años y no amar es imposible! A esa edad el amor es para el alma lo que el rayo de sol primaveral para los campos. Sus labios tienen el rojo del coral y el aroma de la violeta. Son una línea encarnada sobre el terciopelo de una margarita. Las leves tintas de la inocencia y el pudor coloran su rostro, como el crepúsculo a la nieve de nuestras cordilleras. Las madejas de cabello, que caen en gracioso desorden sobre el armiño de su torneada espalda, imitan los hilos de oro que el padre de los incas derrama por el espacio en una mañana de primavera. Su acento es amoroso y sentido como el eco de la quena. Su sonrisa tiene todo el encanto de la esposa del cantar de los cantares y toda la sencillez de esa plegaria. Si se puede saber por donde ha pasado no es por la huella que su planta breve graba en la tierra, sino por el perfume de angelical pureza que deja tras de sí. Todo en ella es castidad, todo es grandeza. Mujeres hay que nacen con la marca de la pureza... ¿Es acaso que Dios las hizo hermanas de los astros?
II
El imperio gime bajo las garras del león de Castilla. Sus vestiduras de armiño se han manchado con la sangre de los hijos del Sol. ¡Conquistadores! Ustedes los que proclamaban el Cristianismo, y con él la paz y la libertad, ¿necesitabais cadáveres para erigir sobre ellos templos?... pero vuestra obra era maldecida por eterno justiciero, y se ha desmoronado como las torres de Sodoma ante la ira de Dios. El sol de la libertad debió radiar a través de las tinieblas de tres siglos, y allí, como inmortales testigos quedan los nombres de Junín y Ayacucho. ¡La patria! ¡Cuanta magia se encuentra encerrada en aquella palabra! Es la estrella que guía al peregrino y lo libera de caer en el abismo; en el ombú que le cobija y ampara cuando impotente se desata el asolador pampero.
III
Es una tarde de Abril de 1534. La luz crepuscular vierte su indeciso resplandor sobre la llanura. El sol, desciñéndose su corona de topacios, va a acostarse en el lecho de espumas que le brinda el océano. La creación es en ese instante una lira que lanza débiles sonidos. Es lascivo céfiro que pasa dando un beso al jazminero; la hoja que cae movida por las alas del pintado colibrí; el turpial que en la copa de un álamo entona una canción, talvez de agonía; el sol que se hunde, inflamado como una hoguera el horizonte... Todo es bello en la última hora de la tarde y todo ser y toda cosa se eleva hacia el creador. ¡Qué grato es en esos instantes hablar de amor! ¡Cuanta magia tiene para el corazón del hombre las palabras de la mujer querida! Oír en lontananza el blando murmurar del pequeño arroyo que se desliza; sentir que orea nuestras sienes el aura cargada del perfume que exhala la flor de los limoneros y los juncales; y en medio de este concierto de la naturaleza, beber el amor del alma en los labios, en las pupilas de la hermosura idolatrada, es gozar la dicha del paraíso..., ¡Es vivir! Toparca estrecha entre sus manos las de Oderay. Él tiene fijos en los de ella sus ojos, porque de los ojos de Oderay recibe vida su espíritu. Se aman con profunda ternura, como dos flores nacidas del mismo tallo, como dos cisnes que juntos aprendieron a rizar el cristal del lago. Oderay y Toparca, sentados bajo la sombra de un palmero, en el muelle acento de grama que ofrece la campiña, hablan el lenguaje de la pasión. La naturaleza entera les sonríe y les habla del amor. El siempre hermoso cielo de la patria, cuanto su mirada alcanza, tiene para ellos una poesía indefinible. Sus pensamientos respiran una dulce vaguedad, como si sobre ellos batiera un querubín sus alas torneadas de zafiro y gualda. No profanemos el sentimiento copiando las palabras que brotan de esas dos almas enamoradas.
IV
Toparca, a quien el padre Velasco, historiador de Quito, llama Hualpa Cápac, es un mancebo de dieciocho años, de apuesto talle y de gentil semblante. Es hijo de Sciri de Quito y hermano de Atahualpa. Muerto este por los españoles ciñeron a Toparca la borla imperial, proclamándolo Inca; pero en realidad no era mas que un instrumento para el logro de miras ambiciosas. Hace nueve semanas que rige el imperio. -Es un tonto- Se dicen los conquistadores.
Pero bajo la corteza del niño se encierra un corazón de hombre y Toparca prepara con ese sigilo inherente a los indios del imperio, los elementos necesarios para destruir a los opresores. Calcuchima, el más valiente de los guerreros peruanos, y Quizqiz, el más sagaz y experimentado general que tuvo Atahualpa en la guerra contra su hermano Huacar, ayudan a Toparca en sus planes de libertad. Pero, ¡Hay!, Que afanes tantos deben ser burlados por el destino, que se encapricha en proteger a un puñado de castellanos. Y de entonces el indio, con la conciencia de su debilidad, es sombrío como el último rayo de luz. Por eso fue una gran parte del pueblo incaico que prefirió sepultarse en la cueva junto a sus dioses y riquezas, que someterse al yugo de los extranjeros. Pero la esperanza no abandona jamás a los débiles, y... ¿Quién sabe si la raza oprimida lee algo de grandeza en el porvenir? Si los cantos del poeta bastaron para expresar los sufrimientos de una generación, nada habla tanto al espíritu como un yaraví, poesía que se desprende del alma con tan íntima ternura, acompañada por los acentos de la quena, como las hondas lamentaciones al compás del salterio del profeta.
V
En el fondo del jardín aparece un anciano envuelto en una larga y blanca túnica de lino, sus canosos cabellos caen sobre un rostro que respira bondad, y sus miradas se detienen en los dos amantes con aire de cariñosa protección. Este anciano es el gran sacerdote de Caxamarca. -¡Padre mío ven!- le grita el joven inca Bendíceme como bendijiste a Atahualpa el día en que se ciño el llautu rojo. Bendice también a la mujer que amo y dámela como esposa. Y los jóvenes se arrodillaron ante el gran sacerdote, por cuyas rugosas mejillas rueda una lágrima.
-¿Ustedes lo quieren? ¡Pues sea!...
Una misma estrella los alumbra y bendigo su amor, hijos míos ¡Ojalá que el destino les sonría! Pero el Dios Vichama me inspira a profetizarte, infeliz monarca, que serás el último de tu gran estirpe. Tu reinado durará pocas lunas, y tus vestiduras se verán iguales a las de tu hermano Atahualpa, manchadas con tu sangre. Y el anciano se aleja exclamando:
-¡Hay de ti hijo del Sol! ¡Hay de tu pueblo!
Repuesto de la turbación, Toparca se encuentra con la amorosa mirada de Oderay.
-Si tu me amas, tórtola mía, sabré conjurar el porvenir... El destino nos ofrecerá sendas de flores, y cuando haya devuelto su esplendor primero a nuestra patria, ¿No es verdad, espíritu de amor, que estampando tus labios en mi frente dirás: “Yo te quiero Toparca, porque eres grande y valiente”? Y Toparca escondió su semblante entre las manos, porque así como las flores tienen necesidad del roció, así también los hombres tienen necesidad de verter lágrimas. El llanto es el rocío o la hiel que brota del corazón.
VI
Aunque Don García de Peralta no formó parte de los trece aventureros que secundaron a Pizarro cuando este, en la isla del Gallo, después de trazar una línea con su espada, dijo: “Síganme los que aman la gloria”, merecía el cariño y el aprecio del capitán conquistador, quien en los combates vio a Peralta en los sitios donde más recio se batía el combate. Con un alma de hierro incrustada en un cuerpo de acero las pasiones del soldado debían ser indomables y frenéticas como un torrente que se desborda. Hombres organizados así no comprenden esos sentimientos dulces, a par que poéticos, que forman para los otros mortales la epopeya de la felicidad sobre la tierra.
Don García vio a Oderay y la amó. Diremos mejor: Ansió poseerla.
Porque el amor no es el deseo de ser dueño de todo lo que Dios ha formado bello, sino el anhelo de confundir nuestro ser en otro ser que aliente en la misma atmósfera de misteriosa vaguedad que nosotros. Es una hoguera respecto de la cual cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, es como una arista o un esparto lanzado a ella. El sentimiento de Don García por Oderay en nada participa el amor que he pretendido pintar. La belleza de la joven ha hablado a sus sentidos y a jurado gozar de sus encantos.
Disfrutando de la confianza de Pizarro arrancó una orden de prisión en contra de Toparca, de quien había motivos para recelar un alzamiento. Pizarro, esa figura colosal en la historia de Perú, se dejaba dominar muchas veces por los caprichos de sus compañeros, y se prestó a ser juguete de Don García.
VII
El gran sacerdote acaba de bendecir el matrimonio de Oderay con Toparca. Van a ser felices... ¡Maldición! Por la cresta de un cerro aparecen Peralta y seis soldados. Oderay palidece al ver su amenazador aire de triunfo. El monarca separado violentamente de los brazos de su amada, es cargado de hierro y llevado por los españoles. Don García mira con sarcástica sonrisa a la indígena, la toma bruscamente del brazo y, obligándola a seguirlo, le dice:
- Ahora nadie puede salvarte... ¡De agrado o a la fuerza serás mía!
VIII
Toparca está reclinado sobre el banco de piedra de su oscuro calabozo. Sus párpados caen con suavidad, y una lágrima, transparente como una gota de rocío, se detiene en sus largas pestañas. ¿Sueña o medita? Su espíritu está entregado a una vaga absorción que solemos experimentar en la vigilia. Sus labios se mueven como si quisieran dar paso a las palabras. El recuerdo del trágico fin de Atahualpa viene a su memoria, mas en medio de tan sombrío pensamiento la imagen de Oderay se presenta a su fantasía como el astro de luz que disipa las tinieblas. ¡Quizá la casta flora de sus amores a sido profanada por las insolentes manos del extranjero! Y tu tierna Oderay; tú, cuya belleza es copia de la de un ángel, sientes también que el lloro nubla la luz de tus pupilas. ¡Hay de la tórtola amorosa arrebatada del niño donde está su dueño! ¡Hay de la delicada sensitiva cortada del tallo que la vio nacer!
IX
De pronto se abre la puerta de la prisión y se precipita en ella una mujer.
-Oderay- exclama el prisionero, estrechándola contra su pecho. -Aparta..., aparta tus labios, porque mis besos dan la muerte..., Yo he jurado morir digna de ti y...moriré...
-¿Por qué hablas de morir, tortolilla de ojos azules?... Háblame de amor, que anhelo oír tu acento delicado y rico en armonía que la cantiga del tormequin... Tus flotantes ropas vierten el perfume más voluptuoso que el tilo y el tamarindo de nuestras montañas...
-¡Oh mi bizarro rey! ¡esposo mío! He conseguido venir a expirar en tus brazos... Desfallecida, hiba a sucumbir sin vengarme, estrechada por un extranjero... Pero recordé que en un anillo llevaba el veneno con el que confeccionan sus armas los indios de Caxamarca... y lo apliqué a mis labios... soy tuya le dije al español, pero cuando hayas firmado una orden de liberación para mi esposo. El infame firmó una orden para que los carceleros no me estorbasen la entrada, y como un tigre famélico se abalanzó a mí... ¡Insensato! ¿No es cierto? Creyó que mis besos de fuego eran un arrebato de placer... Pensó que yo mordía sus labios porque el deleite me embriagaba... ¡Necio mil veces!... Al separarse de mí él ya era cadáver...
-No puede ser verdad lo que me dices. Tu razón se extravía. -Yo soy impura... y tú me rechazas... Ya no puedo pertenecerte..., la esclava debe morir... ¡Perdón Toparca! -Sin ti, azucena del valle, ¿Para qué anhelo la vida? -Eres grande y generoso como tu padre Huayna Cápac... Vive, porque la patria reclama los esfuerzos de tu juventud. -¡La patria! A su nombre me siento reanimado; pero todo será inútil... ¿Recuerdas la profecía del gran sacerdote de Caxamarca? ¡Ahora se cumplirá! Esclavo cargado de hierro, esposo ofendido..., mira lo que soy ahora. En breve quizás seré el segundo de mi estirpe que muera a manos de los extranjeros... ¿ Y no es mejor, luz de mis ojos, sentir que la vida se desprende en agonía de la pasión?... Oderay, Oderay mia... ¡Dame un beso!... La muerte será dulce si la recibo de tus labios... ¡Qué importa si tu cuerpo ha sido profanado por las manos del extranjero, si tu alma es tan pura como es más limpio firmamento! Oderay..., ¡Yo te adoro!...
Y los dos amantes se oprimieron con frenético arrebato, la nube del amor veló sus pupilas, las fibras de sus pechos palpitaron con violencia, y el eco sepulcral del calabozo repitió, suave y fatigosamente, estas palabras:
-¡Esposo! -¡Oderay! ¡Oderay mía!
Dos horas después los carceleros afirmaban a Hernando de Soto que el prisionero y su esposa habían sido encontrados muertos en el calabozo. En fama uno de los soldados de García acusó a Calcuchimac de haber dado yerbas a Toparca y Don García, y que, sin atender a sus protestas de inocencia, fue descuartizado este valiente general.
Manuel Antonio Medina Guevara. “El Poeta del Corazón Herido”
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