sobre mi espalda, espalda que apenas
se sostiene en el remordimiento
de lo que no debía haber sucedido,
pero que sí ocurrió
y eso no lo podemos cambiar, extirpar
así como si nada de nuestra mente,
de nuestros pensamientos, de nuestra vida.
Ahora resulta que soy el único responsable,
el que tiene que pagar el precio de
todos los platos rotos, por eso te alejas
del norte hasta el sur o del este hasta el oeste,
huyes a toda costa de mi presencia para
no verme ni un solo instante, para no
saber nada, absolutamente nada de mí,
de lo que hago, cómo sigo o cómo estoy.
Ahora resulta que quieres cerrar esa herida
que aún sangra dentro de tus entrañas en el
silencio de la soledad que ha hecho un nido
cubierto de escarchas, de invierno en tu alma
con el desprecio de tu corazón; me dices que
yo no puedo amarte, que no debo amarte
cuando bien sabías desde un principio
de mi situación, ahora pretendes
darme clases de ética o de valores.
Ahora resulta que el fuego que había en ti
desapareció, ese mismo fuego al que me
metería una y mil veces hasta derretir todos
mis deseos, mi hambre, mi fuerza embravecida
hasta vaciar mi sudor en esas llamas que solo
yo las provocaba hasta escuchar tus gemidos,
tus gritos en los alterados movimientos de mi
cuerpo invadiendo tus orillas, tus tempestades.
Ahora resulta que no me conoces que nunca,
nunca has oído hablar de mí.